Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Placeres e indulgencias
2013-10-03 | 22:08:57
El amigo de don Algón le preguntó: “¿Cómo te va con tu nueva secretaria?”. Respondió el salaz ejecutivo: “La traigo muerta”. Le sugiere el amigo: “¿Por qué no tomas Viagra?”. (No le entendí)…
Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, oyó sonar la campana que anunciaba la llegada del camión de la basura.
Como ese día no estaba la sirvienta fue a todo correr con la bolsa de los desperdicios.
Iba desmelenada y ojerosa; vestía una vieja bata de arrugada popelina y calzaba unas pantuflas rotas, de peluche.
Le preguntó al de la basura:
“¿Llego a tiempo?”.
“Sí -le respondió, cortante, el majadero-. Súbase”…
A medias de la noche hubo un incendio en el convento.
La superiora despertó sobresaltada.
Al ver el humo se echó encima lo primero que encontró y salió hecha madre del claustro monacal.
Habían llegado ya los bomberos, que se ocupaban en controlar las llamas. Cuando por fin lo consiguieron el jefe de los apagafuegos le dijo a la religiosa: “De la manera más atenta le sugiero, reverenda madre, que busque al padre capellán y haga con él un intercambio”.
“¿De impresiones?” –preguntó la superiora-
“No –replicó el bombero-.
De ropa.
Usted trae su sotana; de seguro él ha de traer su hábito de monja”…
Una duda me agobia de continuo que me desvela y me provoca afán: ¿cuál es la capital de Dakota del Sur?
Y otra inquietud me asedia: ¿existe en verdad eso que llaman “el concierto de las naciones civilizadas”?
Lo digo porque yo veo a ese concierto muy desconcertado, y a las tales naciones bastante incivilizaditas.
Guerras aquí; violencia allá; acullá crisis económicas, y por doquier irritación social.
Y no solo por doquier: también por dondequiera.
Si acaso existe el concierto de las naciones civilizadas, a sus ojos México debe ser hoy por hoy motivo de irrisión.
Eso de que un centenar de pelafustanes armados con tubos, palos, piedras y bombas molotov pongan en jaque a la fuerza pública de una ciudad habitada por millones, golpeen y hieran impunemente a sus elementos, y causen destrucción y caos, es cosa inadmisible en cualquier país que se respete y que aspire a merecer respeto.
Tanto el gobierno federal como el local son responsables de omisión culpable.
Dejan desprotegidos a los habitantes de la ciudad de México, y desprotegen también a sus propios policías.
De una viciosa situación en que la fuerza pública agredía a los manifestantes hemos pasado a otra situación igualmente viciosa en que los manifestantes agreden a la fuerza pública.
Antes autoritarismo; ahora falta de autoridad.
El justo medio está en la recta aplicación de la ley.
Pero de la ley nadie se acuerda ya.
Por eso estamos ligeramente jodidísimos, si me es permitido elegantizar la expresión…
La mamá de Dulcilí se preocupó bastante cuando su ingenua hija le contó que iba a salir con Libidiano Pitonier, galán con fama de seductor de cándidas doncellas.
“Ten cuidado con ese hombre –le advirtió-. Si le das ocasión se montará en ti y te marchitará la gala de tu honor”.
Al terminar la peligrosa cita Dulcilí volvió a su casa muy contenta.
Le dijo, feliz, a su mamá: “Antes de que él se me montara yo me le monté a él, y le dejé la gala de su honor toda marchita”.
¡Esa no era la gala de su honor, indeja! ¡Era otra cosa bien distinta! Y todavía hay quienes se oponen a la educación sexual.
(Asoma doña Tebaida Tridua y dice: “Yo me he opuesto a ella desde que la cigüeña me trajo a mis hijos”)…
Antes de empezar la noche de bodas el recién casado fue al bar del hotel y le pidió al cantinero:
“Sírvame por favor una copa de ajenjo”.
El barman le preguntó:
“¿Es usted el joven que está en la suite nupcial?”.
“Así es” –respondió el muchacho.
Le dijo el de la cantina bajando la voz en tono cómplice:
“Si me permite una sugerencia, no tome ajenjo.
Ese licor disminuye los ímpetus carnales y apaga las ansias del amor.
Beba un tequila.
Después de las miríficas aguas de Saltillo no hay nada como esa mexicanísima bebida para potenciar el rijo erótico y mantener ardiendo la flama ignífera del deseo sensual”.
El muchacho aceptó la sugestión y se tomó un tequila, tras de lo cual se encaminó a su cuarto a disfrutar los legítimos goces de himeneo.
Tres horas después regresó al bar.
Con feble voz que apenas se escuchaba le solicitó al cantinero:
“Me da una botella de ajenjo, por favor”.
“¿Ajenjo? –se sorprendió el hombre-.
Ya le dije que el ajenjo apaga los rijos amorosos y aniquila el deseo de la carnalidad”.
“Precisamente –respondió con débil tono el escuchimizado joven-. Lo quiero para dárselo a mi novia”…
FIN.

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