Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Plaza de almas
2013-09-23 | 22:31:31
Pensábamos que se llamaba Latía, y el nombre nos parecía raro, pues no conocíamos a nadie más que se llamara así. En verdad se llamaba Evangelina. Pero eso lo supimos después, al paso de los años. Los años te enseñan muchas cosas, y luego te hacen olvidarlas. ¿Quién les entiende?
Entendimos entonces que aquella mujer que no era nadie, era alguien. Todos son alguien, hasta los que parece que son nadie. Ella también, Latía. Ella también latía, si me perdonan el juego de palabras, tan elemental.
Latía tuvo un sueño, y tuvo un amor, lo cual equivale a tener la misma cosa. Ya no se acordaba cómo era él. De vez en cuando lo veía en el sueño, y entonces volvía a ver a aquel muchacho alto, delgado, moreno, del que se enamoró cuando era joven. Ahora ya no lo recordaba.
Tampoco recordaba que había sido joven. ¿Qué pasó? Pasó lo de siempre; pasó lo de nunca. Él terminó sus estudios y regresó a su ciudad a trabajar. Al principio las cartas llegaban cada día, y aquello era como si llegara él.
Luego se fueron espaciando, y se volvieron frías. Finalmente llegó aquella carta. La carta. Aquel que había sido su amor, su sueño le contaba que había conocido a otra muchacha. Se enamoró de ella –en el corazón no se manda, la ausencia pesa mucho, etcétera- y se iban a casar.
Ella pensó que se le acababa el mundo, que la vida ya no valía la pena, etcétera, pero a nadie dijo nada. Tenía miedo de llorar, porque le harían preguntas, y entonces iba a llorar más. Siguió la vida. Por fortuna la vida siempre sigue. O por desgracia, pensaba ella. Ya no quiso sentir aquello que alguna vez sintió.
Le preguntaban por qué no tenía novio, y respondía con alguna broma. Su mamá se preocupaba: ¿no se iba a casar nunca? Una tras otra sus amigas iban tomando estado –así se decía antes-; traían hijos al mundo; hablaban de ellos en la merienda, y de sus maridos.
Evangelina no tenía de qué hablar; callaba, callaba siempre. En su presencia la compadecían, en su ausencia se reían de ella. También se casaron sus hermanos –tenía tres, varones-, y tuvieron hijos.
Ella se vació en los niños. Se alegraba cuando las cuñadas se los llevaban para que los cuidara. Los bañaba; los vestía; los llevaba al parque a pasear; les compraba dulces y regalos. Y ellos pedían verla, por los regalos y los dulces.
Fue entonces cuando ella dejó de ser Evangelina para ser Latía. La tía. Así le decían sus sobrinos, y así empezaron a decirle todos. Los muchachillos del barrio la saludaban al pasar: “Adiós, doña Latía”. Pensaban que tal era su nombre. Aquello hacía reír a todos en su casa.
Ella sonreía también, pero se le clavaba un amago de dolor. Ya no era Evangelina –quizá nunca lo fue-, ahora era Latía. La tía. Murió su padre. Las últimas palabras que le dijo fueron: “Te encargo a tu mamá, Latía”. No le dijo Evangelina. Le dijo Latía. A lo mejor su nombre se le había olvidado.
¿Es posible que tu padre olvide cómo te llamabas? “Te llamabas”, pensó con tristeza. Ahora hasta sus amigas de antes le decían Latía. El hombre de la tienda se dirigía a ella como “señorita Latía”. Llegó a pensar que quizá jamás se había llamado Evangelina.
Una tarde, entre las páginas de un libro, halló el borrador de la carta que le había escrito “a él” para responder a la que le envió, de despedida. Nunca puso esa carta en el correo.
Cuando al final del pliego leyó: “Te perdono, y te pido que al menos guardes un recuerdo de quien siempre te amó y jamás te olvidará. Evangelina”, pensó que aquella Evangelina era otra mujer, no ella.
Murieron sus hermanos, uno a uno, y luego las cuñadas. Sus sobrinos se veían en la calle, o en alguna fiesta, y se preguntaban unos a otros: “¿Qué sabes de Latía?”. De vez en cuando alguno la visitaba. “¿Qué se te ofrece?”. Nada se le ofrecía; nada.
Seguía viviendo, que es lo mismo que decir que seguía muriendo, y no se le ofrecía nada. Un día enfermó. Los vecinos buscaron a los sobrinos y les avisaron. Uno vino, de seis que eran.
Ella no podía hablar ya. Le preguntó el sobrino: “¿Quieres algo, Latía?”. Quiso responder: “Por favor dime Evangelina, hijo”. Pero ya no podía hablar. Y se murió. Eso era lo único que se le ofrecía: morirse.
Esta es la historia de alguien que no tuvo historia; que ni siquiera tuvo nombre. Quizá al final todas las historias son una misma historia: nada, y todos los nombres uno solo: nadie.
No sé cómo se me ocurrió ese pensamiento. Perdónenme por él mis cuatro lectores, y por haberme apartado hoy de mi habitual manera de escribir. Mañana regresaré a mi estilo acostumbrado… FIN.

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