Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2013-09-17 | 09:30:57
Dicen algunos que todo acaba con la muerte. No es así: después siguen los pleitos por la herencia. Recuerdo una historieta pícara. En su lecho de muerte, aquel marido le dio a su esposa un último consejo. Le dijo: “Ahora que yo ya no esté vendrán a verte muchos hombres, y te pedirán dos cosas: la firma y las pompas.
Las pompas dáselas al que te dé la gana. Total para eso son, y ya no lo veré. Pero la firma no se la des a nadie, porque te van a dejar sentada en un hormiguero”. La historia que hoy quiero contar, sin embargo, es otra bien distinta.
Murió cierto señor. (“Morir es una costumbre que sabe tener la gente”, dijo Borges). Prudente, metódico, ordenado, había hecho testamento –todos debemos hacerlo con oportunidad, para no dejar problemas- y así su esposa quedó como única y universal heredera de sus bienes.
Pero los hijos, varones todos, le reclamaron a su madre su parte en la herencia paterna. Quizá por ellos mismos no habrían hecho semejante petición, tan desconsiderada, pero esposas tenían, y así la cosa cambia.
La señora, para evitar problemas y mantener unida a la familia, accedió a la solicitud, y repartió entre sus hijos, en forma equitativa, las propiedades y el dinero. Aun la misma casa que le compró su esposo la entregó como parte de la herencia, aunque siguió viviendo en ella.
No se quedó sino con lo estrictamente necesario para pasar los últimos años de su vida. Y sucedió lo que tenía que suceder: tan pronto los hijos se vieron dueños de los bienes se volvieron malos. No fueron ya los mismos con su madre.
Dejaron de visitarla con la frecuencia y asiduidad con que lo hacían antes de que les repartiera los haberes. “El interés tiene pies”, dice el refrán. Ahora que los hijos ya no tenían interés, tampoco tenían pies que los llevaran en dirección de la casa de su madre.
No dejó de afligirse la señora por el abandono. Ahora se arrepentía de haber desoído el consejo de su esposo, que le recomendó mantener hasta su muerte aquellos bienes, a fin de que siquiera por interés los hijos y sus esposas la siguieran viendo.
Pero ellos y ellas, insidiosos, le recitaron una y otra vez aquella conocida frase: “En vida, hermano, en vida”. Solo que esa frase alude a muestras de gratitud y amor, que deben expresarse cuando la persona está viva todavía, y en modo alguno se refiere a la dación o entrega de bienes materiales.
Se quedó, pues, la señora sin cosa alguna, como la Magnífica. Y se quedó sola, por lo tanto. Nadie es amigo de la higuera, sino de los higos. Y la madre tenía hijos, pero higos ya no tenía para darles. Pero un día sucedió algo interesante.
Una de las nueras fue por la señora para que le cuidara a los niños, pues la muchacha no había ido. Se percató la nuera, intrigada, de que su suegra llevaba consigo una cajita que no soltaba en ningún momento. Le llamó la atención aquello, y comentó con sus concuñas lo que había visto.
Empezaron a observar a la señora. Llegaban de repente a su casa, como por casualidad. Lo primero que hacía la suegra al verlas era tomar el cofrecito y mantenerlo junto así. Sonaba la caja con el ruido de las cosas que traía dentro.
Deliberaron en cónclave las nueras. ¿Qué tendría en aquel cofre la señora? Una de ellas aventuró una hipótesis: “¿Se fijaron que todo nos repartió, menos las joyas? Debe tener bastantes, y muy buenas”. Empezaron entonces a adularla, cada una por su lado.
Abrigaban secretamente la esperanza de ganar lo mejor de aquel tesoro, si no es que todo. Iban por ella; la llevaban al cine; la invitaban a merendar en el café de moda, y a comer o cenar en sus casa; le pedían que las acompañara en las salidas de fin de semana y vacaciones; la cuidaban y asistían con solicitud; se desvivían por ella.
Así pasó el tiempo; pasaron así los años. Murió al fin la señora, con la cajita bajo la almohada de la cama. Tan pronto la anciana cerró los ojos las nueras abrieron con avidez el cofre para sacar de él las joyas que se repartirían.
No había tales joyas: la caja estaba llena de piedritas. Eso era todo. Y esto es todo también. Cada uno saque de esta historia la moraleja que más le guste o le acomode. Yo no saco ninguna, pues a mí las moralejas no me gustan.
Prefiero contar la historia como a mí me la contaron, sin ponerle ni quitarle nada. Esa es la mejor manera de contar lo que a uno le contaron. Y perdonen mis cuatro lectores que este día me haya apartado de mi habitual modo de escribir. Mañana regresaré a mi estilo usual… FIN.

Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Me gustaría haber conocido al anónimo autor de una copla española que encontré, perteneciente al Siglo de Oro:
“... Si muriere sin ventura,
sepúltenme en alta sierra
para que no extrañe su tierra
mi cuerpo en la sepultura.
Y en sierra de gran altura,
por ver si veré de ahí
la tierra donde nací...’’.
Me gustaría haber conocido al poeta sin nombre que escribió esos versos, lejos seguramente de su suelo natal. Sabía él que cuando un hombre ama a su tierra ese amor va con él hasta la tierra.
¡Hasta mañana!...

Manganitas
por AFA.
“... El futbol soccer anda por los suelos...’’.
¿Puede andar en otro lado?
Anda por los suelos, sí.
La verdad es que es ahí
donde siempre se ha jugado.

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