Por Catón
Columna: De política y cosas peores
La guerra de Dios
2013-09-20 | 22:39:47
Un letrero intrigaba a quienes lo leían en la puerta de cierta clínica de maternidad. Decía el cartel: “La entrada delantera es para los que van a ser padres o madres. Los miembros del Grupo de Planificación Familiar entran por atrás”. (No le entendí).
“A ver, Pepito –preguntó el maestro-. ¿Cuántos son dos más dos?”. Contestó el chiquillo: “¿Podría darme más datos por favor?”...
El guerrero maya K’ak’as le propuso a la princesa Im: “Vamos atrás de la pirámide, y te libraré del peligro de que te arrojen al cenote de las vírgenes”...
Babalucas pidió en el mostrador de la línea de autobuses: “Deme un boleto de viaje redondo”. Le preguntó el empleado: “¿A dónde?”. “¿Cómo que a dónde? –se molestó el badulaque-. Aquí, claro. Es viaje redondo ¿no?”…
El maduro y rico señor le dijo con vehemencia a la voluptuosa y avispada chica: “¿Podrás aprender a amarme alguna vez, hermosa Chicholina?”. Respondió ella: “Depende de cuánto esté usted dispuesto a gastar en las lecciones”…
Don Poseidón, granjero acomodado, sorprendió a su joven y musculoso peón echado sobre la paja en el granero, bebiendo de una botella de mezcal. “¿Por qué estás aquí?” lo increpó. Explicó, lacónico, el azumbrado sujeto: “Granero barrido. Vacas ordeñadas. Cerdos alimentados. Su esposa y su hija folladas. No me quedaba nada más qué hacer”…
La llamada guerra de los cristeros ha sido la más cruenta y feroz de cuantas se han librado en México. Jamás los odios y los fanatismos se habían manifestado con tan inaudita crueldad en los dos bandos en pugna.
El conflicto que enfrentó al pueblo creyente con el gobierno abrió entre ellos un abismo que se llenó de sangre. Sangre de pueblo, desde luego. Errores mayúsculos cometidos tanto por el Estado como por la Iglesia provocaron esa terrible tragedia que ensombreció la vida mexicana y causó incontables víctimas.
Sobre ese enfrentamiento escribí un libro.
Se llama “La guerra de Dios”. En sus página narro en forma viva, vívida, las oscuras intrigas que desataron esa lucha sin cuartel; los combates entre los enconados enemigos; los asesinatos cometidos ya en nombre de la divinidad, ya de la ley, y el triste final que tuvo, tramado en oscuros conciliábulos, ese movimiento en que se vieron lo mismo sublimes actos de sacrificio inspirados por la fe que espantosos crímenes movidos por la ambición insana de poder.
En estos días saldrá, de las prensas, este libro, el quinto de los que forman la serie “La otra historia de México”, publicada por Diana, del Grupo Planeta, mi queridísima casa editorial. Es un relato dramático y conmovedor.
Lo presentaré el 20 de octubre en la Feria Internacional del Libro, en Monterrey, y el 8 de diciembre en la FIL de Guadalajara. Ahí nos encontraremos, si el tiempo no lo impide y previo permiso de la Autoridad.
Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, invitó al señor Calendo, senescente caballero, a que la visitara esa noche en su departamento. A fin de inclinarlo al matrimonio le preparó una rica cena a base de manjares erógenos que, según le había dicho su amiguita Himenia Camafría, célibe como ella, servían para avivar los rijos de libídine en el hombre.
De entrada le sirvió una docena de ostiones en su concha, acompañados por una ensalada de hueva de liza con aderezo de ginseng. A eso siguió una sopa de tomate, apio, berenjena y trufas, vegetales todos esos a los que se atribuyen virtudes excitativas del apetito venéreo.
Vino luego el plato principal, un combinado de criadillas de toro y mollejas de gallina, viandas supuestamente afrodisíacas, y por último el postre, consistente en un racimo de uvas bodocales, que por su semejanza con los testes del varón tienen fama también de suscitar los ímpetus sensuales.
Todo lo degustó el señor Calendo muy a su sabor, y luego dijo: “Me gustaría ahora, amiga mía, beber una copita de algún bajativo”. Repuso la señorita Sinpitier: “Pienso que lo que usted necesita es más bien un alzativo”. Y así diciendo le sirvió un tarro de medio litro de licor de damiana.
Inspirado por dos o tres tragos de esa eficaz pócima, y con el ánimo benévolo que pone un buen yantar en los humanos, le dijo el visitante a su anfitriona: “No sabía yo, querida amiga, que iba a tener el gusto de disfrutar sus habilidades culinarias”. “Sí –contestó Solicia-. Pero hasta que se termine su bebida”… FIN.

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