Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Al paso de los años y el botín encontrado
2013-09-21 | 21:52:34
El científico terminó de hacerle el amor a la estupenda rubia sobre la mesa del laboratorio. Ella le dijo al tiempo que se vestía y se arreglaba los cabellos en desorden: “La verdad, doctor, no sabía yo que en esto consiste eso de donarle el cuerpo a la ciencia”…
Relataba aquel esposo: “Mi matrimonio ha durado ya 5 años, pero por poco mi mujer y yo no nos casamos. Sucedió que unos días antes de la boda los amigos organizaron una fiesta en la que habría alcohol, sexo, promiscuidad desorbitada. Eso fue motivo de una tremenda discusión entre ella y yo.
El pleito fue tan grande que ya íbamos a romper nuestro compromiso. Para salvarlo decidí ceder. Le dije a mi novia: ‘Está bien: ve a esa fiesta con tus amigos’”…
El joven aficionado a la ópera se compró una nueva versión de Rigoletto en DVD. Invitó a una amiga a ir a su departamento, y ahí le preguntó: “¿Quieres ver mi Rigoletto?”. Contestó ella, enojada: “¿Vas a empezar con peladeces?”…
Doña Pasita y don Rugadito cumplieron 60 años de casados. Se conocieron desde niños, y desde niños iniciaron su romance.
El día del aniversario él le propuso a ella hacer una visita a la escuela donde habían cursado la primaria, pues quería mostrarle el escritorio en cuya cubierta grabó su nombre hacía medio siglo. A doña Pasita le gustó la idea, y le dijo a su marido que llevaría algunos libros para que él se los cargara de regreso, como hacía en los tiempos de la infancia.
Fueron, en efecto, y cumplieron el ritual. Volvían ya a su casa cuando vieron un bulto tirado en medio de la calle. Lo recogieron, y resultó ser un saco repleto de billetes de 100 dólares.
Aquello era una fortuna. “Demos aviso a la policía” –propuso, nervioso, don Rugadito. “¡Qué policía ni qué ocho cuartos! –exclamó con determinación doña Pasita-. Este dinero es nuestro; nosotros lo encontramos. Además nadie nos vio cuando lo recogimos. Lo llevaremos a la casa; con él nuestra vejez será tranquila”. “Pero, mujer…” –objetó tímidamente el asustado señor.
“Nada, nada” –lo paró en seco su decidida esposa. Y dio fin a la cuestión con un argumento poderoso: “Lo cáido cáido”. Llegaron a la casa, y doña Pasita escondió el botín en lo alto del clóset de la alcoba. Lo puso dentro de una maleta tan antigua que ni siquiera tenía ruedas, y que estaba ahí, sin uso, desde hacía luengos años.
Apenas había terminado de guardar el dinero cuando sonó el timbre de la puerta. Eran dos agentes de la policía. Los vio don Rugadito y empezó a temblar como azogado. Doña Pasita, en cambio, los invitó a pasar y les preguntó tranquilamente: “¿En qué podemos servirles, señores?”. Le dijo uno de los oficiales: “Estamos haciendo una investigación en el barrio, pues se perdió por aquí una bolsa conteniendo cerca de un millón de dólares. ¿Saben ustedes algo al respecto?”. “Nada –respondió imperturbable la ancianita-. Casi nunca salimos de la casa”. “¡Está mintiendo, agente! –profirió don Rugadito con espanto-. ¡Tiene escondida esa bolsa en el clóset! ¡Yo vi cuando la puso ahí, dentro de un veliz!”. El policía dirigió a doña Pasita una mirada de interrogación. Ella lo llevó aparte y le dijo en voz baja: “No le haga caso, agente. Por los años está afectado del cerebro, y ya no sabe lo que dice. Mire”.
Se dirigió a su marido le pidió con ternura: “A ver, viejito: cuéntale al señor policía lo que hicimos hoy en la mañana”. Contestó don Rugadito: “Nos levantamos muy temprano para ir a la escuela. Yo le mostré a ella mi escritorio, porque grabé en él su nombre con mi navaja de Boy Scout. Luego, de regreso a la casa, le cargué los libros”. El policía se vuelve hacia su compañero y le dice: “Vámonos”…
No entendí el cuento que cierra hoy el telón de esta columnejilla, pero quien me lo relató dice que es de color más que subido…
Una chica joven y atractiva llamada Kalentina iba a ir a la universidad en cierta ciudad muy alejada de la suya. Su señor padre, que conocía bien la ligereza con que a veces se conducía la muchacha en su relación con los varones, la llevó con un odontólogo y le pidió que le pusiera a Kalentina frenos en los dientes. “¿Frenos? –Se sorprendió el facultativo-. Su hija no necesita frenos, señor. Tiene una dentadura perfecta”.
“Ya lo sé –gruñó el paterfamilias-. Pero quiero asegurarme de que no hará con la boca otra cosa aparte de comer”. (No le entendí)… FIN.

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