Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
La mandolina
2013-09-28 | 21:17:49
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Una tarde fue al cine a ver la película “Los últimos días de Pompeya” (1935, con Preston Foster y Alan Hale), y en esa ocasión el Vesubio, en vez de arrojar lava, lanzó un alud de nieve que llenó la sala e hizo huir despavoridos a los asistentes entre furiosos gritos de: “¡Cácaro! ¡Cácaro!”.
Recientemente don Frustracio, el sufrido esposo de doña Frigidia, se atrevió a solicitarle la realización del acto conyugal. “Lo acabamos de hacer” –respondió ella con sequedad. “Mujer –opuso él tímidamente-, la última vez que lo hicimos fue cuando Bob Beamon hizo su famoso salto de 8.90 metros, y eso sucedió en la Olimpiada de México, el 18 de octubre de 1968, a las 3.45 PM.
La noche anterior el gran atleta había hecho el amor, cosa que nunca hacía en vísperas de una competencia importante. En el preciso momento del orgasmo le asaltó el horrible pensamiento de que sus posibilidades de ganar medalla de oro habían quedado ahí, sobre la cama.
Y sin embargo rompió por 55 centímetros el récord mundial de salto de longitud, siendo que entre 1935 y 1968 no se habían ganado más que 22 centímetros en esa competencia”. Doña Frigidia ponderó esas palabras. Dijo luego: “1968… ¿Y ya quieres otra vez? ¡Eres un maniático sexual!”. “Pero, mujer –suplicó el pobre don Frustracio-. ‘Amor non si compra nè si vende; / ma in premio d’amor, amor si rende’.
Eso quiere decir que amor con amor se paga. ¿No corresponderás al mío aunque sea una vez sola?”. “Está bien –cedió de mala gana la gélida mujer-. Lo haré en memoria de Bob Beamon y para celebrar el 45 aniversario de su gran hazaña. Pero con una condición”. “¿Cuál es?” –quiso saber, ansioso, don Frustracio. Replicó ella: “Que mientras tú me haces el amor yo pueda estar jugando Candy Crunch”.
“Juega –accedió de buen grado el infeliz esposo-, con tal de que me dejes acercarme al íntimo santuario de tu femineidad”. Se llevó a cabo, pues, el inusual consorcio. Entre jadeos cumplía don Frustracio el rito natural del in and out, en tanto que su mujer se afanaba en aquel absorbente juego, el Candy Crush.
De pronto ella lanzó un tremendo grito o ululato. El esposo se puso feliz: pensó que finalmente había conseguido por primera vez, luego de 30 años de matrimonio, llevar a su mujer al culmen del deliquio erótico.
“¿Qué pasó?” –le preguntó con ansiedad. Respondió ella, jubilosa: “¡Al fin logré pasar de nivel!”. Aquellas palabras le causaron gran decepción a don Frustracio.
Al día siguiente citó a un compadre suyo en “Las visiones de John Milton”, el bar donde solían reunirse, y le habló acerca de la frialdad sexual de su mujer. Le preguntó el compadre: “¿Ha probado usted a darle una serenata de mandolina antes del acto? Las mujeres son románticas por naturaleza, y un recital así las pone in the mood for love”.
Don Frustracio le pidió a su compadre que fuera a su casa llevando la mandolina que había usado en la estudiantina del colegio. Cuando llegó el invitado don Frustracio le dijo a su mujer: “Queremos hacer un experimento”.
La convenció de que le permitiera hacerle el amor mientras el compadre interpretaba en la mandolina dos lindas piezas: “Torna a Surriento” y “Mattinata”. La mujer escuchó las melodías como quien oye no llover, y siguió muy concentrada en su Candy Crush.
Le dijo entonces el compadre a don Frustracio: “Permítame usted, compadrito, que sea ahora yo quien esté en su lugar con mi comadre, y toque usted la mandolina”. Don Frutracio tomó el leve instrumento y empezó a tañer las emotivas notas de “Al di la”.
No sé qué habilidades o dotes naturales tendría el tal compadre, el caso es que bien pronto doña Frigidia olvidó su indiferencia. Arrojó a un lado la tableta en que jugaba Candy Crush; poseída por intensa pasión clavó las uñas en la espalda de su viripotente yogador, y entre grandes acezos sonorosos se soltó himplando, churritando, orneando, rebudiando y otilando, presa de ignívomo ardor carnal, como si por primera vez sintiera el fuego de la sensualidad.
Al oír eso don Frustracio hizo más emotiva su cálida interpretación de aquella sentimental romanza, “Al di la”, y dijo para sí lleno de íntima satisfacción: “Eso es lo que hacía falta: ¡alguien que tocara bien la mandolina!”… FIN.

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