Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Amor con una mujer santa
2013-08-31 | 21:37:48
“Di la verdad y luego corre”, aconseja un antiguo proverbio yugoslavo. Doña Macalota salió de la ducha y se miró en un espejo de cuerpo entero. (Lo cierto es que para verse necesitaba un espejo de dos cuerpos enteros). Le dijo a don Chinguetas, su marido: “Me veo vieja, gorda y fea. Dime algo que me levante el ánimo”. Le dice el desalmado: “Tienes una excelente vista”...
Vivir con un santo o -peor todavía- con una santa, debe ser muy aburrido, pero puede llevar a cualquiera a alcanzar la santidad, si es que ejerce la encomiable virtud de la paciencia. Avidio casó con Goretina, piadosa joven dada a las devociones. Con tal asiduidad se entregaba la muchacha a sus ejercicios de piedad -triduos, novenas, octavarios- que se olvidaba de darle de comer a su marido, y tampoco le daba de follar, si me es permitida esa expresión que en jerga de rufianes equivale, en orden alfabético, a arrempujar, bombear, celebrar un H. Ayuntamiento, changar, desgastar el petate, enchufar, follar, gerquear, hacer el foqui foqui, ir a desvencijar la cama, jugar al balero, lijar, machucar, ninfar, ñoquear, ocuparse, piravar, quilombear, revisar los interiores, subir al guayabo, trincar, untar, venerear, yogar o zoquetear. Las cosas de tejas arriba, digo yo, son muy buenas si por ellas no se olvidan las de abajo. Y de las cosas de abajo -lo digo sin segunda intención- estaba muy olvidada Goretina. Por tal motivo el matrimonio se iba a pique, pues Avidio no tenía nada qué picar, tanto en el sentido de comer como en el de sedar la natural concupiscencia de la carne. De soltero tal sedación estaba al alcance de su mano, pero ahora le parecía impropio de su condición de hombre casado recurrir a ese expediente, que no deja de tener algo de solipsismo. Es cierto que con dicho sistema de self service no tienes que hacerle conversación a nadie después de concluida la ocasión, ni dar las gracias, ni pagar. Tampoco debes preocuparte de las eventuales consecuencias del erótico suceso, a la manera de aquel chico llamado Garañel que le dijo con acento burlón a la muchacha luego de terminar el amoroso trance: “Si de esto te resulta algo le pones Garañel”. Respondió ella: “Y si de esto te resulta algo a ti le pones penicilina”. El caso es que Avidio, que amaba con ternura a Goretina, quiso salvar el matrimonio, y con su esposa acudió a la consulta de un celebrado consejero familiar, hombre de mucha experiencia, pues se había casado cinco veces, tres de ellas con mujer. El especialista los entrevistó por separado. Avidio entró primero, y le contó su problema al doctor Duerf, que tal era el nombre del facultativo. En lo tocante al sexo, le informó, su esposa era una monja: nunca quería hacerlo. “En ese caso, joven -suspiró con doliente tono el médico- yo estoy casado con la madre superiora. Mi mujer piensa que el sexo es algo sucio. De nada me ha servido prometerle que me pondré gel antibacteriano ahí”. “Yo -repuso el joven- soy respetuoso de las creencias y costumbres de mi esposa, de modo que sólo le pido relaciones una vez al mes. Aun así ella se niega: dice que sólo me admitirá en su lecho dos veces al año: el equinoccio de otoño y el de primavera”. “Pues lo envidio bastante, amigo mío –replicó el consejero-. La mía me recibe únicamente los días 29 de febrero, vale decir una vez cada cuatro años. Lo peor es que a veces olvido la fecha, y ella no me dice nada. Siento pena al decirlo, pero ahora traigo un cordoncito atado a la alusiva parte a fin de no olvidar el día la próxima ocasión”. Ofreció l muchacho: “Si usted me da su correo electrónico me comprometo a enviarle un memo la víspera de esa importante fecha”. Es usted muy amable -agradeció el terapeuta-, pero confío en que no me falle el cordoncito. En fin, permítame ahora hablar con su esposa, a fin de oír su punto de vista sobre la cuestión”. Salió el muchacho, y Goretina entró. El doctor Duerf anotó el nombre de la chica en su hoja clínica, y escribió luego al tiempo que decía en voz alta: “Paciente del sexo femenino”. “¡Ah, hombres! -exclamó con disgusto la piadosa joven-. ¡No piensan en otra cosa más que en sexo!”. El médico no hizo caso de la observación y le dijo a Goretina: “Entiendo, señora, que su esposo le pide sexo una vez al mes”. “Así es, doctor -respondió ella, apenada-. Pero yo no tengo la culpa, créame. ¿Cómo podía yo saber que mi futuro esposo era un maniático sexual?”... FIN.

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