Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Quiquis Jasso
2013-06-21 | 22:48:14
Noticia de última hora: un diseñador de ropa íntima para mujer fue linchado por una turba de enfurecidos varones. Al parecer iba a sacar al mercado un brassiére que evita que las bubis de la mujer se balanceen cuando trota o corre para hacer ejercicio, y que impide que se vean sus erguidas puntas si la playera o camiseta que las cubren se mojan con la lluvia. (“Con el bravío pecho empitonando la camisa”, expresó bellamente Ramón López Velarde). Los papeles con el diseño del brassiére desaparecieron misteriosamente. Loado sea el Señor…
Silly Kohn, vedette de moda, charlaba con su amiga Nalgarina, vedette como ella. Nalgarina le estaba contando su experiencia con su novio de turno, un tal Afrodisio Pitongo, hombre al parecer salaz y dado a la concupiscencia de la carne. Relató Nalgarina en son de queja: “Figúrate: quiso tener sexo conmigo en la segunda cita”. “¿Tan lento es?” –inquirió con sorpresa Silly Kohn…
Soy amigo de Enrique Perales Jasso. Esto que digo no es jactancia: es agradecimiento. La amistad de alguien como él, enriquece cualquier vida. La mía, tan poco excepcional, no es la excepción. Lo conocí en el glorioso Ateneo Fuente, de Saltillo. Juntos cursamos el bachillerato. Él venía de Matamoros, Tamaulipas, pero se enamoró de mi ciudad y la hizo suya. Su figura –era alto y delgado como una buena intención- se convirtió bien pronto en parte del cotidiano paisaje saltillero. Enrique Perales no fue en Saltillo nunca Enrique Perales. Fue siempre Quiquis Jasso. Era alumno aprovechado. Yo, que todo lo he desaprovechado siempre, me aprovechaba de su amistad y lo buscaba para estudiar con él las arduas lecciones de latín y griego. Me animaba la secreta esperanza de adquirir, quizá por ósmosis, algo de su sabiduría.
Los dos, y con nosotros todos nuestros compañeros, estábamos enamorados de nuestra profesora de Francés, la maestra Romanita Herrera, joven y hermosa, y en su clase alargábamos los anhelosos labios adolescentes para recibir el imaginario beso que ella parecía ofrecer cuando pronunciaba la u francesa. Después Quiquis Jasso y yo tomamos rumbos diferentes. Adiós Saltillo; adiós Ateneo; adiós -¡ay!- Romanita Herrera. Enrique siguió los estudios de Jurisprudencia en la Ciudad de México. A mí, venturoso aventurero, me dio por correr mundo. Nunca, sin embargo, sufrió mengua aquella amistad nuestra. Lo que unen Saltillo y el Ateneo Fuente, lo que unen los recuerdos, nadie lo puede separar, ni siquiera la vida, esa gran separadora. Ahora, cuando nos encontramos, nuestro abrazo es siempre el de siempre: de cuerpo y alma, de todo corazón.
Con una copa de vino nos quitamos el polvo de la ausencia. Gracias a la vida, que me ha dado tinto. He sabido que Enrique está escribiendo un libro donde recoge sus memorias. Fecunda vida ha sido la suya. Abogado de mérito, respetado maestro, funcionario público ejemplar, ha conservado siempre su noble calidad humana. Porque Quiquis Jasso ha sido, sobre todo, un hombre bueno. Sus amigos los puede contar con los dedos de mil manos. Jamás buscó fortuna o fama, ni se dejó llevar por las insanas tentaciones del poder. Lo suyo fue hacer el bien, y lo ha hecho todos los días de su vida con largueza y generosidad. Cuando salga su libro yo entraré en sus páginas como se entra en una casa conocida, llena de calidez y luz. Porque han de saber ustedes que soy amigo de Enrique Perales Jasso. Y esto que digo no es jactancia: es agradecimiento…
Los encargados de cuidar la puerta del salón donde se iba a llevar a cabo el banquete de gala se sorprendieron y espantaron al ver llegar a Babalucas. El tontivano iba descalzo de la cabeza a los pies, quiero decir desnudo, en cueros, al natural, en peletier. Llevaba por única prenda una corbata que no le tapaba nada, si se exceptúa acaso el esternón. “No puede usted entrar así” –le dijo, estupefacto, uno de los porteros. “¿Por qué no? –reclamó Babalucas al tiempo que esgrimía la invitación del acto-. Aquí dice: ‘Únicamente con corbata’”…
Dos pollos giraban en el rosticero. Le dice uno al otro con enojo: “El calor lo paso. Lo que me encaborona es el tubo que me pusieron en el c…”… FIN.

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