Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
El amor es el mismo para todos
2013-06-16 | 10:35:55
Don Salacio era un maduro señor muy colorido: tenía blanco el cabello, azules los dídimos o testes (vale decir que era descarado y cínico), y verde el rabo. A pesar de sus años conservaba el gusto por esa dulce pasta que es la carne femenina. Su especialidad eran las mozas de servicio.
Dueño de la casona principal del pueblo, ninguna de las criaditas que servían en ella se libraba del cerco con que el rijoso carcamal sitiaba a las fámulas y mucamas de la casa.
Llegó a ella una nueva sirvientita, zagala en flor de edad, de enhiesta proa y ondulante popa. De sobra está decir que prontamente don Salacio puso los ojos en la muchacha, con la esperanza, claro, de poner luego en ella alguna otra parte corporal de mayor entidad y significación.
Una tarde estival, cuando la esposa del viejón dormía la siesta y el resto de la servidumbre hacía morosamente la sobremesa en la cocina, don Salacio arrinconó a Liriola –así se llamaba la criadita- en el cuarto de los triques o trebejos, cuya puerta cerró con picaporte previamente, y la tumbó de espaldas sobre el catre que estaba ahí entre otros muebles ya arrumbados.
Asustada por el lúbrico ataque del verriondo viejo, Liriola apenas acertó a decir: “¡Suélteme por favor, señor Salacio! ¡Soy señorita!”. “No te preocupes, linda –le respondió, acezante, el erizado vejancón-. En un momento más vas a dejar de serlo”.
¡Ah, cuántas veces la pasión carnal pone achusemados a los hombres! Muchos hay que se mantienen firmes ante la tentación del oro, la fama o el poder, pero pocos habrá que se resistan a un munífico tetamen o un tambembe apetitoso. “Tambembe” es expresión que escuché en Chile. Se usa para significar el trasero o conjunto de las nalgas.
Ese deseo es la vida que llama, llameante. Es el instinto de conservación de la especie; el grito de la naturaleza que convoca por igual a la mujer y al hombre. En cierta ocasión visité un asilo de ancianos atendido por religiosas.
Un lado del edificio correspondía a los viejitos, el otro a las viejitas. Por la noche una de las hermanas debía estar en continua vigilancia para que nadie se pasara de un lado a otro. Y asómbrense mis cuatro lectores, o por lo menos asómbrense dos de ellos: no eran los ancianitos los que intentaban cruzar la línea prohibida. ¡Eran las viejecitas!
Y es que la voz que nos incita a perpetuar la vida –o a gozarla- deja de oírse apenas unos 15 días después de que el hombre o la mujer han entregado la zalea al divino curtidor. Dos veteranos de la Segunda Guerra, hombres ya casi centenarios, charlaban en la casa de reposo. Le pregunta uno al otro: “¿Recuerdas aquellas píldoras que nos daban en el Ejército para quitarnos el impulso sexual, y que no sintiéramos el deseo de ir con prostitutas que podían inficionarnos con algún mal venéreo?”. “Sí, las recuerdo” –contesta el otro anciano. Dice el primero: “Creo que están empezando a hacerme efecto”.
Dijo Virgilio en sus celebradas Geórgicas: “Amor ómnibus idem”. El amor es el mismo para todos. Ahí tienen ustedes, por ejemplo, a Rupert Murdoch, poderoso magnate de la comunicación. En estos días se está divorciando de su tercera esposa, Wendi Deng, que es cerca de 40 años menor que él.
Fuentes confiables aseguran –y todo lo que sea Fuentes es confiable- que la señora tuvo trato cercano, cercanísimo, con Tony Blair, exPrimer Ministro de Inglaterra y padrino de bodas de la desigual pareja. Cobra vigencia aquí el sabio apotegma popular que dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. (Se entiende, claro, que casamiento con mujer considerablemente más joven que el matrimoniado).
Hay excepciones, por supuesto, como la de aquel nonagenario caballero, don Senilio, que desposó a Pomponona, frondosa fémina en plenitud de edad y facultades. Uno de los hijos del valetudinario novio comentó luego acerca de la noche de bodas de su progenitor: “Participamos en ella 10 personas”. “¿Por qué 10 personas? –se asombró alguien.
“Sí –explicó el hijo-: mi padre; su mujer; dos de sus hijos para subir a papá a la cama, y luego seis que fueron necesarios para bajarlo de ella”. ¡Qué cosas! ¡Tras de probar las mieles del himeneo el viejito se resistía a dejar el lecho! Por eso dicen que el secreto de una larga y venturosa vida es beber bien, comer bien, y con ge bien… FIN.

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