Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Drama o estadística
2013-06-05 | 22:18:37
Una pobre mujer de nombre Malma Ridada sufría mucho por causa de su esposo, hombre holgazán, irresponsable y cínico. Cierto día Harón –así se llamaba el individuo- dejó sobre la mesa un billete de 20 pesos y le anunció a su abnegada cónyuge que se iba a la cantina con sus amigotes.
Ella le dijo, gemebunda: “Pero, viejo, debo pagar los recibos de la luz, el agua, el teléfono y el gas; el alquiler de la casa; el abono del televisor; las cuentas del carnicero, el lechero, el frutero, el panadero, el verdulero y el abarrotero. También necesito devolver algo del dinero que me han prestado mi papá, mi mamá, mi hermano, mi hermana, mi tío, mi primo, mi sobrino y mi abuelo”.
Se vuelve el tal Harón y le dice con gesto de munificencia señalando el billete que había dejado sobre la mesa: “A’i coge”. “¿Ah sí? –replica muy interesada la señora-. ¿Y cuánto cobro?”. (Nota: Malma Ridada incurrió en grave confusión. Su esposo le decía coge de coger, no coge de coger)…
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, fue a un restorán chino. El dueño le informó que ese día tenían sopa de nido de golondrinas, y le explicó que esos nidos están hechos de algas, y que la saliva les sirve a las aves como pegamento. Doña Panoplia respondió, irritada: “Por ningún motivo comeré algo que haya pasado por el pico de un ave. Tráigame un omelette”. “Señora –le preguntó con mucha cortesía el oriental-, ¿y no ha pensado usted por dónde pasan los huevos que ponen las gallinas?”…
“Si un hombre muere, eso es un drama. Si un millón de hombres mueren, eso es una estadística”. La frase la dijo Stalin, tan amado en otro tiempo por algunos comunistas mexicanos. Me pregunto si también es una mera estadística la desaparición de 11 ó 12 personas, como sucedió en la purpúrea Zona Rosa de la Ciudad de México.
Ese suceso ha dado lugar a que se manifiesten los prejuicios que laten, soterrados, en nuestra sociedad. El dato que más se ha señalado en relación con los desaparecidos es que son de Tepito. Automáticamente, entonces, se les impone la etiqueta de malosos, y con eso se explica su desaparición y la indiferencia por la suerte que hayan corrido.
Toda persona, sea cual fuere su origen, condición y calidad, tiene derecho al Derecho, es decir, a la protección de las leyes. Independientemente de cualquier circunstancia la autoridad está obligada a investigar a fondo este suceso, ominoso indicio de que la inseguridad que agobia a tantas ciudades del país ha llegado ya también al Distrito Federal.
Hasta hace poco tiempo el único lugar de México en donde se gozaba plenamente la idílica paz de la provincia era la Capital. Ahora hay evidencias de que los grupos criminales han empezado ya a operar en el DF.
Si las autoridades no actúan con energía y determinación la región más transparente del aire se volverá la más caliginosa, y no por obra y desgracia del esmog, sino por la violencia que pueden desatar esas organizaciones, para las cuales la gran Ciudad de México es una presa apetecida. Yo ya se los advertí. Si no me hacen caso, en su salud lo hallarán…
Un curita joven sufrió un episodio serio de la afección que los franceses llaman surmenage, agotamiento por exceso de trabajo. El médico le recomendó que pasara unos días en la playa, olvidado por completo de su ministerio. Siguió el consejo el padrecito, y viajó a una playa remota. En la tienda del hotel se compró una camisa floreada, estrepitosa, unas bermudas igualmente llamativas y unas sandalias a la moda.
Con ese atuendo de turista, ponderó, nadie lo reconocería. Ocupó un camastro a la orilla del mar y pidió un coco con ginebra. Disfrutando estaba su bebida cuando pasó una espléndida mujer en monokini, vale decir con el ebúrneo y turgente busto al descubierto. Al pasar frente al curita le dijo con familiaridad: “Adiós, padre”.
El sacerdote quedó estupefacto: ¡alguien lo había reconocido! Ese mismo día se compró una atrevida tanga y unos lentes oscuros. Estaba en la playa cuando volvió a pasar la mujer del monokini. “Adiós, padre” –le dijo otra vez.
Ya no se pudo contener el joven clérigo. Alcanzó a la hermosa fémina y le preguntó: “Perdone usted, amable y bella señorita: ¿cómo sabe que soy sacerdote?”. Respondió alegremente la muchacha: “¿No me reconoce, padre? ¡Soy sor Bette, la superiora del convento de la Reverberación! ¡Sufrí también un episodio de surmenage, y tenemos el mismo doctor!”… FIN.

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