Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-10-24 | 22:08:55
Don Valetu di Nario, señor de edad más que madura, contrajo matrimonio con una linda chica en flor de edad. Su médico le había advertido de los riesgos que conllevaba el desposorio, pero el señor Di Nario desoyó toda advertencia, y no solo se casó con la muchacha, sino además la llevó a una larga luna de miel. Pasaron unos meses, y cierto día el doctor recibió la visita de don Valetu, quien le anunció con júbilo que su joven esposa se encontraba en estado de buena esperanza, vale decir embarazada. El facultativo se asombró al oír esa noticia. Cautelosamente, pero con cierta socarronería, le preguntó al provecto señor: “Dígame, don Valetu: ¿hay alguna persona que visite a su esposa en su casa cuando usted no está?”. “Sí –replicó el añoso caballero-. Con frecuencia va a visitarla una vecina. Sucede a veces que mi señora no está, pero yo sí. Y la vecina también está embarazada”. (Nota aclaratoria: Seguramente don Valetu bebía las miríficas aguas de Saltillo, un centilitro de las cuales basta para dar a los varones, aun a los más senescentes, un vigor considerable. Eso explicaría las proezas del señor Di Nario)… “Un viaje sin retorno”. Tal es el dramático nombre del relato que aparece hoy al final de esta columnejilla. Su sicalipsis es tan grande que los lectores con escrúpulos de moralina deberían abstenerse de leerlo, ya que sus tiquismiquis de conciencia podrían quebrantarse, con lo que el tiquis quedaría de un lado y el miquis de otro. Ni siquiera tendrían tiempo esos lectores de hacer lo que el señor a quien su médico le dijo que estaba en riesgo de sufrir una trombosis que quizá le paralizaría toda la parte izquierda de su cuerpo. De inmediato el señor, por sí o por no, se llevó apresuradamente la mano a la entrepierna y movió hacia la derecha cierta parte cuyos servicios tenía en alta estima. Lean pues bajo su riesgo, quienes quisieren hacerlo, esa execrable narración. Está al final… Yo no sé nada de política. Eso me permite escribir acerca de ella en la misma forma que los políticos la ejercen: con absoluta inconsciencia y desparpajo. No obstante alcanzo a entender algo: que la política es en buena parte el arte de ceder. Un político que quiera todo o nada está muy lejos de ser un político. El principio fundamental de la política, expresado en manera popular, quedaría enunciado en los siguientes términos: “Ni to’ pa’ mí ni to’ pa’ ti”. La debatida reforma laboral está ahora en peligro de congelación. Lejos igual del Cielo que del Infierno (pongo también Infierno con mayúscula por razones de equidad), la tal reforma podría quedar en ese ambiguo paraje que ni siquiera existe ya: el limbo. Nuestros legisladores tienen un clóset en el que guardan para la eternidad los asuntos sobre los cuales no hubo acuerdo. Los meten ahí y se olvidan de ellos, como aquella anciana a quien su nieta le preguntó: “Abue: ¿qué es un amante?”. La dulce viejecita se dio una gran palmada en la frente, corrió hacia su ropero y lo abrió. Del interior del mueble cayó pesadamente al suelo el cuerpo momificado de un sujeto que había estado ahí durante luengos años, y del que se había olvidado la señora. Así, momificada, podrá quedar esa reforma si quienes deben consumarla no aplican aquel sabio principio que arriba formulé: “Ni to’ pa’ mí ni to’ pa’ ti”… Cumplido queda ya el modesto deber que a mí mismo me he impuesto: orientar a la República. Puedo entonces narrar con ánimo ligero el vitando chascarrillo que arriba anuncié… Dos amigos iban en el tren que corre de Londres a Southampton. En el mismo compartimento viajaba una ancianita que a poco se quedó dormida. Aprovechando tan favorable circunstancia los dos hombres se pusieron a hablar de cosas que no habrían podido mencionar si la vejuca hubiese ido despierta. Uno de ellos contó que la noche anterior había tenido una aventura de alcoba con una linda chica. “Cuando la tuve ya en la cama –relató-, le di un beso en la boquita. A continuación le di un beso en el cuellito. En seguida le besé el pechito. Después le besé la cinturita. Luego le di un beso en el ombliguito…”. Hizo una pausa el tipo. Su amigo le preguntó con ansiedad: “¿Y luego? ¿Y luego?”. “Luego –concluyó la narración el otro-, volví a besarle la boquita”. En eso la anciana abrió los ojos y le dijo: “Perdone, caballero, pero en todos mis años de experiencia nunca supe de un hombre que después de llegar al ombliguito emprendiera el camino de regreso”. (No le entendí)… FIN.

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