Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-10-15 | 21:44:46
En la noche de bodas, el anheloso novio consumó el matrimonio con enjundioso brío. Luego lo consumó de nuevo, con enjundia otra vez, pero ya no con tanto brío. Poco después lo consumó por vez tercera, sin brío ya ni enjundia, sino antes bien con trabajos y fatigas. Su flamante mujercita quería una consumación más, pero en eso advirtió algo extraño en la entrepierna de su esposo. Le dijo, preocupada: “Uno de los testículos se te puso rojo”. Responde con voz feble el exhausto galán: “Es el foquito de emergencia. Me avisa que ya se me agotó el combustible”… Le dijo un tipo a otro: “No es cosa fácil hacer el amor 10 veces en una sola noche”. Preguntó el otro, suspicaz: “¿Tú lo has hecho?”. Con encomiable franqueza respondió el primero: “Yo no, pero mi mamá sí”… La frase que ahora sigue no aspira a ser célebre. Dice: “En la boda todo es arroz. En el divorcio todo es pa-ella”. Otra frase, en cambio, sí alcanzó celebridad: “No cabe duda: hay gente pa’tó”. En lenguaje de calé, o sea de gitano, eso significa que hay gente para todo. Lo dijo Joaquín Rodríguez, “Cagancho”, inmortal figura de la torería. A Cagancho lo llamaban así porque de niño vendía por las calles los ganchos para ropa que fabricaba su papá. Pregonaba con su voz infantil: “¡A tres reales ca’gancho!”. De ahí el mote: Cagancho. Era guapo este torero, de gentil y gallarda apostura. Cuando iba a torear se vestía en su casa, a diferencia de otros diestros, que lo hacían en un hotel. Salía al patio con su traje de luces, hecho un sol. Su madre lo veía, arrobada, y le decía llena de emoción: “¿Y entoavía te van a pedir que torees, Joaquinillo?”. La señora debe haberse llamado doña Angustias. Todas las madres de torero, y todas las esposas, se llaman Angustias, sea cual fuere su nombre. Cierto día Cagancho vio un cortejo de frailes que iban por la calle. Preguntó quiénes eran. “Son trapenses –le contestó su apoderado-. Hacen voto perpetuo de silencio. Solo hablan una vez al año”. Fue entonces cuando el torero sentenció, cogitabundo: “No cabe duda: hay gente pa’tó”. Recordé esa frase ahora que leí la noticia de que el austriaco Felix Baumgartner se lanzó en caída libre desde una altura de 39 mil metros y algunos centímetros. Quería romper la barrera del sonido, sin pensar que ya está bastante rota. Quizá el hazañoso deportista se confió en su nombre, que por ser de gato le garantiza al menos siete vidas. El caso es que mostró de nuevo la inquebrantable voluntad del hombre por ir siempre plus ultra, o sea más allá, como hace cuando pone la mano en la rodilla de una dama. Así, en caída libre, va también la economía del mundo. Y atada a esa economía va la de México, solo que sin paracaídas. Prendida con alfileres –con seguros no- está la economía mexicana. Al menor estremecimiento del resto de las economías, sobre todo de la de nuestros vecinos del norte, sufrirá un colapso. No quisiera yo estar cerca. Por si las dudas me iré a tomar un pediluvio –se oye feo, pero es algo muy curativo- en Hermanas, pintoresco lugar de aguas termales en mi natal Coahuila. (Antigua hacienda esa, como San Juan y Guadalupe. El gran presidente don Lázaro Cárdenas se propuso entregar sus vastas extensiones a los campesinos. Les dijo en un discurso: “¡Vamos a repartir San Juan! ¡Vamos a repartir Guadalupe! ¡Vamos a repartir Hermanas!...”. “¡A mí me aparta tres!”, gritó un inverecundo barbaján sin mostrar respeto alguno por la solemnidad del acto. Los hijos de uno de los hacendados le anunciaron a su padre que se iban a levantar en armas para impedir aquel reparto agrario. Les contestó el señor: “¡Ya quisiera yo que se levantaran temprano, desgraciados!”)... Pondré ahora un par de inanes chascarrillos más como prueba de lo mal repartidas que están las vastas extensiones de los espacios periodísticos… La esposa de don Cornulio le preguntó: “¿Qué estás pensando?”. Él, por halagarla, respondió: “Pienso en la mujer con la que me casé: virtuosa; casta y honesta; siempre fiel”. Le reclama con acrimonia la señora: “No me habías dicho que antes estuviste casado”… El doctor Wetnose, ginecólogo y obstetra, fue a una fiesta con su esposa. La señora advirtió que una rubia descocada le coqueteaba a su marido. Los vigiló, pues, con más ojos que los de Argos. De pronto el médico y la mujer se escurrieron furtivamente hacia el interior de la casa. La esposa los siguió, y vio que se colaban en una recámara. Irrumpió en la habitación hecha una furia y le dijo a la rubia: “¡Desgraciada! ¡Mi marido entrega bebés, pero no los instala!”… FIN.

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