Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-10-20 | 21:48:29
“Me llamo Hinver E. Kundo” –le dijo a don Poseidón, labriego acomodado, el hombre joven que llegó a su casa. Y añadió: “Quiero que me permita dos palabras”. El solo nombre del que llamó a su puerta debió haber hecho recelar al jefe de la casa, pero don Poseidón pertenecía a la antigua clase de hombres que confiaban en los demás porque pensaban que todos eran como ellos.
Alcancé a conocer algunos todavía. Nunca hacían sus tratos por escrito: su palabra era suficiente para formalizarlos. A lo más, cuando asumían algún compromiso se arrancaban solemnemente un pelo del bigote o de la barba, para significar con eso que eran hombres, y que harían honor a su palabra.
Cambian los tiempos. Ahora hay quienes dicen: “Soy hombre de una sola palabra: rájome”. Los valores, no cabe duda, se han perdido. El otro día me hallé dos. Y buena falta que me hacían, pues no tenía ninguno. Pero advierto que me he apartado del relato, el cual ni siquiera empieza todavía.
Don Poseidón invitó a pasar al recién llegado, y usó para eso la fórmula de antaño: “Pase usted, caballero. Le ruego que tome posesión de su humilde casa”. Lo hizo sentar en un recio equipal, especie de asiento, rústico y elegante al mismo tiempo, hecho de cuero y trozos de madera entretejidos.
El nombre del equipal tiene prosapia: viene de la palabra náhuatl “icpalli”, que significa trono. Eso no lo sabía el visitante, lo cual no obstó para que se sentara en él con cierta petulancia. “¿Gusta usted un chinguirito?” -le preguntó con llaneza don Poseidón al hombre. “No acostumbro beber” -respondió él.
Nuevo motivo para desconfiar de su persona: por regla general debe uno recelar de los que beben mucho, pero más aún de los que nunca beben nada. Hay excepciones, claro.
Cuando mi ilustre paisano don Artemio de Valle Arizpe, cronista que fue de la Muy Noble y Leal Ciudad de México, rechazó la copa y el cigarro que le ofrecía su anfitrión, éste le dijo: “Uh, don Artemio: usted ni bebe, ni fuma, ni nada”. “Ni nada sí” –se apresuró a aclarar el insigne saltillense.
Pero otra vez me he ido por los llanos de Úbeda. Retomo el hilo de la narración. Le dijo el hombre al rico propietario: “Señor de todos mis respetos: lo primero que quiero que sepa es que soy una persona correcta”. Replicó ceremoniosamente el dineroso labrador: “Lo felicito por esa corrección, caballero. Y con su venia voy a servirme, yo sí, un chinguirito, para brindar por ella”.
“Favor que me hace –agradeció el otro-. Mi visita obedece al afecto que siento por su hija Dulciflor. He advertido las grandes prendas que posee y…”. “Entiendo –lo interrumpió don Poseidón-. Ya le he dicho a la muchacha que no use esos suéteres tan ajustados”.
“Me refiero a otras prendas” –aclaró, algo confuso, el visitante. “También le he dicho que no se ponga esos pantalones tan ceñidos –le informó don Poseidón-, pero ya ve usted, estas jóvenes modernas. ¡Ah, si Dulciflor fuera como su madre fue de joven! Claro, no se habría usted fijado en ella, mas habrían resplandecido sus virtudes, que fue con lo que yo me conformé.
Pero disculpe la interrupción. Me decía usted que es una persona correcta”. “Así es, señor –reiteró el otro-. Y creo que le convengo a Dulciflor”. “Me alegra oír eso –replicó el lugareño-. Debo decirle, sin embargo, que la corrección (para brindar por la cual voy a servirme con permiso de usted otro chinguirito) no basta”.
“Tengo otras cualidades –aseguró el visitante-. Soy hombre culto, como lo prueba el hecho de que asistiré hoy en Monterrey, a las 12 horas, en Cintermex, a la presentación que Catón hará de su más reciente libro, ‘Antonio López de Santa Anna, ese espléndido bribón’, presentación que será muy interesante, por las chispeantes anécdotas que contará el autor acerca de su personaje y de sí mismo.
Además de eso soy hombre de buenas costumbres, y sumamente religioso. Pero, más importante aún para el caso que nos ocupa, tengo medios económicos que me han permitido vivir sin trabajar desde que salí del Seguro”.
Preguntó con interés don Poseidón: “¿De ahí se jubiló usted?”. “No –aclaró el tipo-. Ahí nací. En fin, por todo lo antes dicho pienso que le convengo a Dulciflor. Y vine para hacerle a usted una petición”.
“Usted dirá –contestó el labriego disponiéndose a oír la petición de mano que de seguro le haría el visitante-. Reconozco que le conviene usted a mi hija. Dígame cuál es su petición”.
Respondió el otro: “Quiero que me permita usted llevármela a prueba por un mes, para ver si ella me conviene a mí”… FIN.

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