Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-10-22 | 21:51:59
“Economía sexual”. Así se llama el cuento cuya lectura hizo que doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de  Sociedades Pías, quedara tuturuta, vale decir alelada, atónita y estupefacta. (No pongo que también quedó sobrecogida porque la ilustre dama podría protestar: diría que la palabra se presta a malas interpretaciones). ¿Qué relato es ese que provocó el pasmo de la ínclita señora? Helo aquí… Tres individuos fueron a una casa de lenocinio. Al entrar vieron un letrero que decía: “Aquí se cobra por medida”. No dejó de extrañarles esa disposición mensurativa, y dos de ellos se preocuparon, pues tenían estatura procerosa, en tanto que el otro se alegró, porque era más bien petiso y esmirriado. En fin, cada uno se arregló con su respectiva daifa, y los tres cumplieron el propósito que los había llevado ahí. Intercambiaron después información acerca de lo que cada uno había pagado por aquel concúbito. Dijo el primero: “Me salió muy caro”. Comentó el segundo: “A mí también”. Habló el tercero: “En cambio yo pagué muy poco”. Se rieron los otros dos, pensando que aquello se debía a la exigua medida de su amigo. Éste, sin embargo, explicó su economía de otro modo. Dijo: “Es que ustedes pagaron a la entrada, y yo a la salida”. (No le entendí)… Hablo el inglés -como dijo alguien- patrióticamente mal. Soy del tiempo de la máquina de escribir, el telégrafo y los discos de acetato, y entonces los novísimos artilugios electrónicos de hoy me parecen inventos del demonio. Pero entiendo que sin hablar inglés, y sin saber manejar esas modernas herramientas, no puedo abrirme paso en el mundo de hoy, sobre todo el del trabajo. El conocimiento de ese idioma es indispensable, lo mismo que el de la computación. Oponerse a su enseñanza es pretender quedarse en la época rupestre, y más si se emplea la violencia para impedir su aprendizaje. Y ya no digo más, porque estoy muy encaboronado… El diccionario de la Acdemia registra la palabra “joder”, y la define: “Practicar el coito”. Doy ese dato porque Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a condición de que no se realice en horas laborables) pensó en llevar a cabo algún evento a fin de recaudar fondos y comprar un nuevo órgano para la iglesia, pues el que tenía la congregación estaba ya desgastado por el uso, y desafinaba considerablemente. Por ejemplo, si el organista interpretaba en el teclado el himno “Onward, Christian Soldiers”, lo que salía del instrumento eran las notas de “Makin’ whoopee”, una cancioncilla de moralidad dudosa. Convocó el reverendo Fages al consejo de la Iglesia, y uno de los elders sugirió que se contratara al célebre hipnotista Mesmerino, que casualmente iba a actuar en la capital por esos días, y que de seguro aceptaría echarse una liebrita en el pequeño pueblo donde la iglesia estaba. Rocko Fages le rogó al autor de la sugerencia que por favor no usara esa expresión, “echarse una liebrita”, que en lengua coloquial significa hacer una tarea adicional a la ordinaria para ganar un pequeño ingreso más. La iglesia, le dijo, era contraria al maltrato de los animales. El elder ofreció una disculpa, con lo cual su propuesta se aprobó. Así, fue contratado el hipnotista. El día de su presentación el auditorio del pueblo se llenó. Comenzó la función. En la penumbra de la sala el hipnotizador sacó un reloj de bolsillo, y tomándolo por el extremo de la cadena le imprimió un movimiento pendular al tiempo que decía con adormecedora voz a los presentes: “Están sintiendo sueño… Sus párpados se cierran… Duerman… Duerman…”. Profundamente se quedaron dormidos hasta algunos que no podían dormir ni en el trabajo. Cuando el gran magnetizador vio que la mayor parte de su público estaba ya bajo su influjo, ordenó con voz fuerte: “¡Saltar!”. Todos empezaron a dar brincos. “¡Bailar!” –mandó el hipnotista. Los hipnotizados se pusieron a danzar cadenciosamente. En eso se rompió la cadena del cronómetro que Mesmerino hacía oscilar. El reloj cayó al suelo y se quebró. Sin poder contenerse exclamó el hipnotizador: “¡Joder!”. ¡Hubieran visto ustedes la que se armó en la sala!... FIN.
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