Se podría decir que un país que celebra la muerte como México, que festeja los símbolos del inframundo con tanto colorido y desparpajo, puede tolerar y permitir todos los grados de muertes con violencia que ocurren en su suelo y que enlutan todos los días de sus días. Nada más ajeno al natural reposo, al tránsito lógico entre la vida y la muerte, que la artera y cruel violencia con la que se quiebra la existencia de miles de persona. La muerte, la maldita, la embozada, la que se entroniza en las manos y en los instrumentos de los delincuentes, del represor o del poderoso que se siente el dueño de vidas y de haciendas, es todo lo contrario de la Muerte, con mayúscula, que encatrinada o no, en puros huesos o elegantemente vestida, convive en nuestra mente con los rituales sagrados de los antiguos mexicanos que nos llegan los primeros días de noviembre, junto con el recuerdo de nuestros difuntos. México muere día con día en medio de la impunidad y la violencia más descarnada. De igual forma mueren instituciones y espacios de convivencia. Lo mínimo de justicia, de democracia y de gobierno que permite nuestra existencia como nación se pone en riesgo día con día. Justicia, mandato popular y recursos públicos fueron ultrajados, atropellados y desviados por el gobierno de Duarte en Veracruz, pero lo mismo sucede en la mayoría de los estados de la República y en el propio gobierno federal. Tenemos enfrente un problema estructural como nación, un problema de régimen, de la cimentación en que ha crecido la corrupción y la impunidad que, como lo ha afirmado Andrés Manuel López Obrador, presidente nacional de Morena, son el cáncer de México. Corrupción e impunidad nutrieron a Duarte todo este tiempo. Corrupción e impunidad son el origen de todo el desastre que se vive en el país. La carencia y/o desviación de la justicia a altos niveles bajo componendas de unos cuantos (veamos el caso de la ampliación del periodo de los magistrados del Tribunal Electoral federal, en franco atropello de la Constitución o la aprobación de la Ley de Ingresos). La venta o el desmantelamiento indiscriminado de los bienes de la nación (ahora van por los complejos petroquímicos de La Cangrejera, Morelos y Cosoleacaque, como denunció la diputada de Morena, Rocío Nahle); los nombramientos a modo para protegerse a futuro (como el de
Raúl Cervantes al frente de laPGR). Son un reflejo turbio y soez de lo que Duarte hizo en su momento, a la vista de todos, sin que nadie en el gobierno federal o en los partidos asociados al Pacto por México hicieran nada por detenerlo. Sólo cuando llegaron las elecciones y por cálculo electoral se lanzaron a la arena con el clásico “quítate tú porque ahora voy yo”. La impunidad, esa que sostiene al régimen, no hace sino reciclar los delitos y la corrupción, pues al no haber límites a los actos ilegales, se reproducen hasta el infinito. Llama la atención que varios medios reseñaron la vida disipada, de auténtica francachela, que llevaba en España Diego Cruz, integrante de Los Porkys de Costa de Oro: ante la falta de límites, de justicia y de castigo, el joven sigue reproduciendo el modelo de vida que lo condujo al crimen. Lo mismo puede decirse de nuestros gobernantes. Con la impunidad en la que operó sus propios excesos Fidel Herrera y congéneres, Duarte no hace sino agregar uno o varios grados más al estilo de corrupción e impunidad que imperan en el país. Y de igual forma, el desbordamiento al que ha llegado el gobierno federal, con Peña a la cabeza, no es sino el producto de la cadena de corrupción e impunidad que se ha gestado en el país desde tiempo atrás, no importa si ha sido con presidentes panistas o priistas. Si se han dejado sin investigación a fondo ni castigo responsabilidades atroces como los casos del 68, del 71, el FOBAPROA, el asesinato de Colosio, las masacres de Aguas Blancas y Acteal, el Pemexgate, el fraude electoral de 2006. Los desastres en Pasta de Conchos y en la guardería ABC, las ejecuciones extrajudiciales de Tanhuato y Tlatlaya, el asesinato de Julio César Mondragón y los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa. La compra del voto en 2012, en fin, si todo este tiempo el país ha tenido un día de muertos permanente y de fosas clandestinas, ha sido porque no ha habido límites para la corrupción y la impunidad, porque se ha enseñoreado un régimen de complicidades al que hay que ponerle un término a fondo y total. No tengamos un solo día más de muertes, conmemoremos en paz nuestro tradicional Día de Muertos. Los lectores tienen la palabra. marco.a.medinaperez@ gmail.com