Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Sublime amor
2014-07-06 | 09:45:00

Digna de ser inscrita en bronce eterno o mármol duradero es la historia de amor de Florecita y el Panchón. Flor, doncella núbil, era hija de don Poseidón, rico hacendado, y de doña Holofernes, señora perteneciente a la aristocracia rural de Petatillo, lugar antiguo cuyos pobladores se dedicaban al noble cultivo de la verdolaga.

Florecita era bella y era lánguida, como la María de Jorge Isaacs, como el loto desmayado que dice la canción. Su pálido rostro semejaba una mañana inverniza; sus cabellos eran tímidamente rubios; tenían sus ojos el azul desvaído de los plúmbagos. Además hacía un mole de olla muy sabroso.

Panchón, el caporal de la hacienda, era un guapo gañán de músculos torosos y procerosa estatura. Hijo de padre desconocido y madre demasiado conocida, fue recogido cuando niño por don Poseidón y su mujer, que lo criaron como a un hijo, pues no tuvieron descendencia de varón: Florecita fue el único fruto que su matrimonio dio.

Crecieron juntos los dos niños, como hermanos, pero luego los separaron las convenciones sociales y el qué dirán de las ociosas lenguas. Los designios de amor, empero, son inescrutables. Díganlo si no Abelardo y Eloísa, Romeo y Julieta, Dante y Beatriz, Emilio Varela y Camelia la Texana.

Se vieron un domingo al salir de la misa de San Palisandro, y quedaron encendidos en ignívomo fuego de pasión. Sabían que su unión era imposible, y eso alentó más la hoguera que los devoraba. Todas las noches, cuando la hacienda dormía ya, Florecita salía a la reja. Él la esperaba ansiosamente, cubierto por el embozo de las sombras.

Sin decir palabra depositaba un casto beso en la mano de nácar de la joven, y ella le correspondía con una docena de tamales o un plato de chilaquiles. ¡Sublime amor que con palabras no puede ser descrito! Pero muy bien lo dijo el clásico: “Amor et melle et felle est fecundissimus”. El amor es pródigo lo mismo en miel que en hiel.

Valiéndose de un anónimo algún perverso -o perversa- puso en conocimiento de don Poseidón aquellas furtivas entrevistas que su hija sostenía con el caporal, y ella no pudo ya ver a su amado, pues el riguroso genitor se lo prohibió, y la hizo vigilar día y noche por una ruda mujer con más ojos que Argos y más fiereza que Cerbero.

Nada vence, sin embargo, al verdadero amor: Florecita sobornó a la vieja con un anillo de oro, y una noche huyó de la casa con su enamorado. A pie escaparon, para que el ruido de los cascos de un caballo no los delatara. Cuando al día siguiente don Poseidón descubrió que su hija ya no estaba, salió en persecución de los amantes para alcanzarlos antes de que se consumara lo irreparable.

Llevó consigo a don Marcial, el más hábil rastreador de la comarca, hombre diestro en seguir la huella tanto de humanos como de animales. “Por aquí salieron, patrón -le dijo a don Poseidón-. Mire: son los piececitos de la Florecita y las patotas del Panchón”. Jinetes en sendos corceles siguieron el rastro. “Por aquí atravesaron -señaló el batidor en el sembrado-. Mire: son los piececitos de la Florecita y las patotas del Panchón”.

Llegaron a las lindes de la hacienda. “Por aquí pasaron -dictaminó don Marcial-. Mire: son los piececitos de la Florecita y las patotas del Panchón”. “¡Rápido! -ordenó el hacendado, impaciente-. ¡No demos tiempo a que lo irreparable se consume!”. No despegaba la vista del suelo el batidor.

La más leve seña -un terrón removido, una ramita rota- era para él una certera guía que con clara voz le señalaba el rumbo. Dijo: “Por aquí entraron en el bosque, patrón. Mire: son los piececitos de la Florecita y las patotas del Panchón.. Fueron entre los árboles. El paso de sus cabalgaduras rompía el augusto silencio de los montes y despertaba una sonora algarabía de pájaros.

Llegaron a lo orilla del río, cinta de plata en aquella imponente soledad. Don Poseidón espoleaba a su caballo, presa de rabia y desesperación. Llegaron a la arena que se tendía, mansa, en la ribera. De pronto don Marcial bajó de su cabalgadura y estudió cuidadosamente el suelo.

Después lanzó un suspiro de tristeza. “Patrón -le dijo al hacendado con pesaroso acento-, ya sucedió lo irreparable. Mire: son las pomponotas de la Florecita y las rodillitas del Panchón”... FIN.

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