Por Catón
Columna: De política y cosas peores
El profesor Jirafales
2014-06-15 | 09:57:43

En el pequeño teatro de Radio Concierto, la estación cultural de mi familia, hice pintar un mural en donde están los personajes que han dado fama internacional a mi ciudad, Saltillo. Ahí Manuel Acuña, claro. Ahí don Artemio de Valle Arizpe y Julio Torri, uno de pluma antigua, de pluma modernísima el otro.

Ahí Carlos Pereyra, historiador del mundo hispánico que en su propia tierra sufre el injusto agravio del olvido. Ahí Felipe Valdez Leal, compositor a quien debemos la tristeza de “Tú, sólo tú” y la alegría de “Échenle un cinco al piano”. Ahí don Fernando Soler, actor de fina elegancia y fina gracia.

Ahí Armillita, el torero más sabio de la torería, en el momento de hacer la suerte que inventó, la saltillera. Y ahí Rubén Aguirre, mi primo queridísimo. Llega la gente a ver ese mural que Gerardo Valdés pintó para nosotros, y quizá no reconoce a nadie de los ahí pintados, pero al Profesor Jirafales lo reconocen todos, desde los más niños hasta los más ancianos.

En mis viajes por los países de América Latina yo era poco menos que nadie, pero cuando decía que era primo del Profesor Jirafales me convertía en poco más que todo. Su padre y mi mamá eran hermanos. Tenían el genio y el ingenio de la familia Aguirre.

Papá José María, nuestro abuelo, era hombre silencioso, taciturno. Salieron él y mamá Lata, su mujer, de Saltillo una mañana, en un expresito tirado por un viejo caballo. Iban con rumbo a Patos, o sea la villa de General Cepeda. Al salir de la ciudad papá Chema detuvo el expresito, bajó de él y cortó unas hierbas que estaban a la orilla del camino. “¿Para qué son esas hierbas, José María?” -le preguntó su esposa. No respondió él.

Siguieron el camino, él en silencio, en silencio también por tanto ella. Cuando llegaron a Patos caía ya la tarde. Papá Chema la ayudó a bajar, y al hacerlo le dijo: “Pa’l caldo”. “¿Qué dices?” -preguntó mamá Lata sin entender. Se enojó él: “¿Pos no me estás preguntando pa’ qué son estas hierbas?”. Casi 12 horas habían mediado entre la pregunta y la respuesta.

He dicho de mi abuela, que daba un sabio consejo a sus hijos varones: “La mujer por lo que valga, no por la nalga”, y que a sus hijas les decía: “Antes de casarse abran muy bien los ojos. Después ciérrenlos un poquito”.

Mi tío Rubén, el papá de Rubencito -así llamamos nosotros al Profesor Jirafales, que mide 1.90-, era también hombre de buenas ocurrencias. “Perdone usted: ¿por casualidad vive aquí el señor Rubén Aguirre?”. “Aquí vive, sí, pero no por casualidad, sino porque cada mes paga la renta”.

Hospitalizado, una monjita le anunció que en la puerta de su cuarto estaba un sacerdote. “¿Y qué quiere de mí ese santo varón?”. “Viene a reconciliarlo con Dios, don Rubén”. “Por favor dígale que jamás me he peleado con Él”.

Rubencito, el Profesor Jirafales, heredó esas gracias, esa gracia, y las llevó a su máxima expresión. Poco personajes habrá en la cultura popular en México tan queridos como él, tan conocidos y reconocidos. En cierta ocasión nos visitó en mi casa de Saltillo. Se me ocurrió darle un paseo por el centro de la ciudad.

La gente lo reconoció, y tuve que detener el automóvil, pues todos querían verlo de cerca. El tránsito se interrumpió, y hasta el agente de tránsito que vino a averiguar qué sucedía le pidió su autógrafo. Lo primero que Armandito, mi nieto, aprendió a decir, al tiempo que golpeaba la mesa con su manita, fue: “¡Ta ta ta ta taaa!”.

Y nadie olvidará este diálogo, el más romántico en la historia de la televisión: “¡Profesor Jirafales!”. “¡Doña Florinda!”. “¿No gusta usted pasar a tomar una tacita de café?”. “¿No será mucha molestia?”.

Rubén Aguirre. Rubencito. El Profesor Jirafales. Hoy, este día, cumple 80 años de edad. Su vida ha sido fecunda y generosa. A millones de seres humanos ha regalado el don de la alegría. Su voz y su presencia, su talento de extraordinario actor, su simpatía, son cualidades que ha usado para hacer mejor la vida de su prójimo.

En la familia lo queremos y admiramos. Es nuestro orgullo. Lo veo en la tele y veo en él a todos los Aguirre con su aire y su donaire. Aunque sea de lejecitos -en Vallarta él, yo en nuestro Saltillo- le doy un abrazo lleno de cariño y le digo -aunque sea de lejecitos- que estas son las mañanitas que cantaba el rey David. ¡Felicidades, Rubencito!... FIN.

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