Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2014-06-11 | 10:09:24
Tenía 15 años, a lo más. Era un muchacho
bueno, simpático y amable. Sus compañeros
de la secundaria lo querían, y sus compañeras
más.
Ella, su maestra, lo quería también. Era
su mejor alumno, el que sacaba siempre las
más altas calificaciones. Cuando el inspector
escolar hacía la visita era él quien le daba
la bienvenida a nombre de sus compañeros,
y él era el que representaba a la escuela en
los concursos de oratoria y declamación.
Descollaba igualmente en los deportes,
sobre todo en el futbol. No sólo era el delantero
del equipo: era también su capitán.
De ahí el apodo que tenía: el Capi. Todos lo
llamaban así: el Capi. Ella misma, su profesora,
debía contenerse para no decirle:
“Oye, Capi”, sino: “Oye, Juan Luis”, que era
su nombre.
Frecuentemente platicaba con él. A veces
el Capi -quise decir Juan Luis- la acompañaba
a su casa para ayudarle a cargar los
exámenes que esa noche revisaría para
darles a los estudiantes sus calificaciones
el siguiente día. El muchacho compartía con
ella sus sueños. Desde luego él no hablaba
de sueños, sino de proyectos.
Al terminar la secundaria haría la prepa
y luego iría a la universidad a estudiar ingeniería.
Construiría casas -la primera para
sus papás-; haría puentes y carreteras. Ella
lo alentaba. Le decía que era su orgullo, y
que cifraba en él muchas esperanzas. Seguramente
llegaría lejos.
Él sonreía y contestaba: “No le voy a fallar,
maestra”. Sabía ella que la familia del
muchacho era muy pobre, pero él saldría
adelante, por su talento y su dedicación. Se
propuso ayudarle a conseguir una beca para
que pudiera estudiar el bachillerato y luego
ir a la profesional.
Un día Juan Luis faltó a la escuela. Ella
se extrañó, pues no faltaba nunca. Pensó
que habría enfermado. Faltó también el
día siguiente. La maestra les preguntó a
sus compañeros si sabían por qué estaba
faltando. Ninguno lo sabía. Ella esperó unos
días más y luego fue a la casa del muchacho.
Llamó a la puerta de la paupérrima
vivienda en que vivía su familia, y salió la
madre de Juan Luis. La profesora le preguntó
por él. Ella, confusa, balbuceó por lo
bajo: “Está bien; está bien”. En eso apareció
el esposo. “Métete” -le ordenó a su mujer.
Luego le dijo a ella: “Buenas tardes”, y cerró
la puerta.
El muchacho ya no volvió a la escuela.
El curso a su final; los alumnos tuvieron
su fiesta de graduación de secundaria, y
luciendo toga y birrete, alegres orgullosos,
recibieron sus certificados. Fue Lucita -la
del segundo lugar- quien dijo las palabras de
despedida. Unos días después la profesora
hizo el viaje que cada año hacía a la ciudad
para ver a sus hermanas.
Siempre las visitaba en vacaciones; pasaba
un mes con ellas. El viaje era como un
premio que se daba a sí misma por la labor
de todo el año. Iba en el autobús leyendo
un libro cuando de pronto el vehículo frenó
con brusquedad. Una camioneta le había
cerrado el paso.
De ella descendieron cuatro hombres
armados. Subieron al autobús. Atrevidos,
altaneros, ni siquiera se cubrían el rostro
para no ser reconocidos. Esgrimían, amenazadores,
sus armas largas. La maestra
se estremeció: uno de ellos era Juan Luis.
Fue él quien se dirigió a los pasajeros: “Entreguen
su dinero, sus celulares, sus anillos,
sus tarjetas de crédito, y no les pasará nada”.
Él mismo empezó a echar en una bolsa lo
que los asustados viajeros le entregaban. Al
llegar frente a ella la reconoció. La maestra
creyó ver en sus ojos un destello de confusión
o de vergüenza. Se volvió él hacia sus compañeros
y les dijo: “A ella no le quiten nada”.
“Está bien, Capi”. “Juan Luis -atinó apenas
a decirle- ¿por qué?”. “Maestra -respondió
el muchacho con voz ronca-. Más vale vivir
cinco años como rey, y no 50 como güey”.
Terminadas las vacaciones volvió la
profesora a su trabajo. Un año escolar más;
nuevos muchachos y muchachas. Cuando
se topaba en la calle con los padres de Juan
Luis ellos bajaban la cabeza y fingían no
verla.
Unos meses después la maestra se encontró
con la mamá del muchacho. Vestía
ropas de luto. Esta vez la mujer no rehuyó a la
profesora. La abrazó y le dijo entre sollozos:
“¡Ay, maestra!”. Ella entendió, pero no pudo
decirle nada. FIN.


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