Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
El ‘consejito’ de Doña Gastona
2013-06-29 | 22:06:13
Doña Gastona debería tener en su recámara un altar con la imagen de James Rouse. A este señor se le atribuye la invención del mall comercial, así como al demonio se le imputa la creación del mal, que es más comercial aún que el mall.
Lo digo sin ánimo de comparación. Cada semana, sin fallar ninguna, doña Gastona se iba de shopping al mall, ya sola, ya en compañía de sus amigas.
¿Habrá algo que le guste más a la mujer que ir de compras? Nadie rebaje a lágrima o reproche eso que digo.
Lejos de mí el ánimo peyorativo.
Si para algo debe servir el dinero del hombre es para que se lo gaste la mujer.
En la Constitución debería figurar el derecho de la esposa a tantos años de viudedad como le sean necesarios para acabarse lo que le dejó su marido. Eso es ley natural; corresponde a la naturaleza de las cosas.
Sé de una encuesta en la cual se preguntó a un buen número de damas qué preferían: el placer del sexo o el placer del shopping. Todas, incluso las encuestadoras y otras 3 mil mujeres que nada tenían que ver con la encuesta, respondieron que preferían ir de compras antes que a la cama. Parece ser que a las señoras les gusta más vestirse que desvestirse. (Los señores viceversa).
Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato.
Vuelvo a él.
Doña Gastona era bastante fea: le daba un cierto aire a Margaret Hamilton, prototipo de las brujas en “El mago de Oz”.
Pero tenía una amiguita de muy buen parecer: joven, de rostro agraciado y bonancibles curvas.
Aquel sábado las dos fueron de compras al centro comercial.
A media tarde doña Gastona le dijo a Guinivére, que así se llamaba la muchacha: “Vamos a tomarnos un cafecito, Guini, mientras se enfrían las tarjetas y dejan de echar humo”.
En el curso de la conversación la joven esposa le confió a su madura compañera: “Mi marido me va a matar cuando sepa todo lo que me gasté”. “Conozco bien a los hombres –la tranquilizó doña Gastona-.
Me he casado con tres, y ya tengo visto el próximo.
Sé por tanto cómo se les maneja, y dónde tenemos la rienda para conducirlos.
Cómprate un juego de ropa íntima provocativa, preferentemente de encaje rojo con aplicaciones negras; brassiére de media copa y pantaletita crotchless; ponte medias de malla, liguero y zapatos altos de tacón aguja, y verás que con eso se derrite”. Guinivére siguió al pie de la letra las instrucciones de su sapiente amiga.
Esa noche se le presentó a su marido luciendo aquel erótico atavío.
Le preguntó él de inmediato: “¿Cuánto gastaste hoy en el mall?”. ¡
Ah, mujeres! ¡Creen que nos embaucan! (Y sí).
A la requisitoria de su esposo respondió Guinivére con ronroneo de gatita: “¿Acaso importa el dinero cuando tenemos el amor?”. “Sí importa –replicó Moneto, que así se llamaba el individuo-.
Sirve para pagar muchas cosas, incluso algunas imitaciones bastante aceptables del amor.
Tendrás que devolver lo que compraste”.
“Olvídate por ahora del dinero –contestó Guinivére al tiempo que dejaba como por descuido que se le deslizara uno de los tirantes del brassiére-.
Anda, ven a mis brazos y a todo lo demás.
Haremos lo que quieras, y lo que quieras te haré”.
Todo hombre, debo decirlo, es un eterno Adán.
El marido de mi cuento, Moneto, guardaba de mucho tiempo atrás un oculto deseo de erotismo que no se había atrevido nunca a revelar a su mujercita, pues ella había estudiado en el colegio de las Adoratrices, y un currículum así hace que apliquen restricciones.
“Está bien –cedió Adán; quiero decir Moneto-. Dejaré que conserves lo que compraste, pero…”.
Se inclinó sobre Guinivére y le describió su deseo, tan largamente contenido.
La joven esposa se turbó toda al conocer esa práctica sexual, tan opuesta a sus principios, pero luego pensó en sus fines –especialmente en aquel bolso de piel, precioso, que de seguro le envidiarían sus amigas-, y aceptó participar en ella.
Pero ¡ah, la ingrata condición humana!
Cuando Moneto se disponía a gozar el inédito deliquio, quién sabe si por las ansias del momento o por alguna escondida inhibición no pudo izar la vela del navío que lo conduciría al anhelado puerto del placer.
Frustrado, desguarnido, se dejó caer de espaldas sobre el lecho y le dijo a Guinivére con acento hosco:
“Ni modo, linda. Parece que después de todo tendrás que devolver lo que compraste”… FIN.

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