Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
...¡Un año sin Cálamo!
2013-06-28 | 22:06:41
Don Cálamo Cano pesaba 130 kilos, y aún así decía que era poeta. “Las piérides son ciegas a la báscula” –declaraba en la merienda de las damas. Y al decirlo sonreía con sonrisa puesta sobre tres papadas. Recitaba sus versos el liróforo con acompañamiento de gemidos. Eran los de la silla donde se sentaba.
Cierto día el asiento cedió bajo su peso, y el poeta cayó de nalgas en el piso. Eso le sirvió de inspiración para escribir una oda en la cual se comparaba con el ángel de la luz expulsado del empíreo por celos de los dioses. Aunque se dedicaba al cultivo de su huerto lírico –así decía él para justificar su ociosidad- don Cálamo era hombre previsor.
Del mismo modo que los hidalgos de antes dejaban un legado para pagar plañideras que lloraran en su enterramiento, él tomó la herencia recibida de sus padres -la guardó siempre sin compartirla con su esposa, que era la que se encargaba de la tienda-, e hizo un depósito en el banco.
La cantidad se destinaría a pagar a un grupo de escritoras de la localidad para que cada año, en la fecha de su aniversario luctuoso, escribieran artículos sobre su persona –no tanto sobre su obra, que era más bien poca- y los publicaran en la sección cultural de algún periódico bajo el título: “Un año sin Cálamo”. Eso se haría hasta llegar a “Siete años sin Cálamo”, pues la suma depositada no daba para más.
Cuando el poeta se acercó a la muerte –la muerte siempre había estado cerca de él- llamó a su esposa y le dijo con acento gravedoso: “Narcedalia (en verdad la señora se llamaba Candelaria, pero al vate ese nombre le parecía poco poético): escucho por las noches los pasos de la parca”. “¿Quién es ésa –preguntó ella, recelosa-, y qué chingaos hace rondando por aquí?”.
“Es la muerte –contestó don Cálamo, sombrío-. Lo único que sabemos de ella es que se apellida Segura”. “¡Mira! –se sorprendió la esposa-. ¡Igual que doña Protasia, la que vende chorizo de marrano! ¿Si serán parientas, tú? Ella tenía un primo que se fue a los Estados Unidos y allá se casó con una pocha. A lo mejor…”.
“¡Calla, mujer, calla! –la interrumpió don Cálamo, impaciente-. Me distraes con tus pijoterías. Lo que quiero pedirte es que el día de mi muerte…”. “¿Haga tamales?”. Ahora fue doña Narce la que interrumpió a su esposo. “¡Vive Dios! –profirió don Cálamo, poseído de furor sagrado-. ¡Contigo la poesía es imposible!
No sé cómo pude hacerte aquel soneto endecasílabo que empieza: ‘Eres nácar y dalia, Narcedalia…’, etcétera”. La señora le recordó: “Te fuiste al corral y ahí lo hiciste”. “¡Basta! –le impuso silencio el bardo-. Quiero que sepas que hice un depósito bancario a tu nombre a fin de que destines esa cantidad al pago de escritoras que en el aniversario de mi óbito escriban artículos con el encabezado: ‘Un año sin Cálamo’. Cuida de que se emplee bien ese dinero. Dos cuartillas al menos por artículo. Y sin faltas de ortografía, en lo posible”.
Prometió doña Narce cumplir esa disposición. Al día siguiente la palmó don Cálamo. Quiero decir que se fue a abonar las malvas, a trabajar de minero, a chupar Faros, a reportarse con El Güero Chuy. O sea que se murió.
La viuda le guardó a su marido un razonable luto (cuatro días). A continuación sacó el dinero del banco, se fue a Laredo y se lo gastó todo en vestidos y zapatos. En eso, pienso yo, hizo muy bien: el muerto al pozo y la viuda al rebozo. Más vale un tacón alto que un responso.
Don Cálamo ni siquiera tuvo el consuelo de que hubiera tamales en su funeral, y quedó en nada aquello de: “Un año sin…”. Regresó de Laredo doña Narce muy bien vestida y bien calzada, cosa que en vida del poeta jamás se le había conocido, y de inmediato se conchabó con don Concho, que no hacía versos pero ganaba bien en su panadería.
Y eso es todo. Hasta aquí llega la historia. Historias como ésta nunca llegan lejos: ¡son tan comunes y corrientes, tan de siempre! A lo que voy es a decir que la memoria de la gente es flaca, y cuando juega a las vencidas con el olvido siempre pierde.
De eso se fían nuestros políticos: saben que la ciudadanía es difícil en el perdón, pero fácil en el olvido. De ahí tanta corrupción como miramos, y tan grosera impunidad. El día que los ciudadanos no olvidemos, los políticos se van a acordar de nosotros… FIN.

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