Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Adulterio
2013-03-10 | 09:32:49
Mi tema de hoy es el adulterio. No sé por qué el adulterio se considera deshonroso, si deriva directamente de una institución tan respetable como el matrimonio. Habrá que revisar a fondo esa institución, la matrimonial.
Así como se ha propuesto un debate acerca de las drogas, que tantos daños traen consigo, debería haber otro sobre el matrimonio, que origina problemas tan graves como el adulterio y el divorcio. Preguntémonos desapasionadamente: ¿habría divorcios y adulterios si no hubiera matrimonio? Desde luego que no.
Abolido el matrimonio desaparecerían con él los mencionados males. “Sublata causa tollitur effectus”. Anulada la causa se suprime el efecto. El estado matrimonial somete a duras pruebas a los matrimoniados. La más difícil de ellas es la fidelidad. Mis cuatro lectores habrán advertido cómo batallan los novios para decir esa palabra, “fidelidad”, cuando pronuncian los votos de su desposorio. Después las cosas se complican más.
Una mujer casada se estaba confesando con el padre Arsilio. Preguntole el amable sacerdote: “¿Le eres fiel a tu marido?”. Respondió ella: “Frecuentemente, padre”.
En otros casos sucede aún peor. Un señor y su esposa estaban disfrutando el fresco de la noche en el jardín, con sus seis hijos. Los zancudos silbaban, insistentes, en torno del jefe de familia, y lo picaban de continuo. Él al sentir la picadura, se libraba de los mosquitos con fuertes manotazos. Su esposa lo amonestó. Le dijo: “No los mates, viejo. Son los únicos aquí que llevan tu sangre”.
(Recordemos aquella cuarteta dedicada al zancudo: “Haz como piojos o chinches, / que tienen educación: / pícame hasta que te hinches / ¡pero no chifles, cabrón!”. Este epigrama se atribuye al poeta Marcelino Dávalos).
Otro casado le comentó a su mujer: “No sé por qué, pero siempre que entro en la recámara tengo la extraña sensación de que hay alguien abajo de la cama”. “Figuraciones tuyas” –le dijo ella. Replicó el marido: “De cualquier modo le cortaré las pata a la cama para dejarla al nivel del suelo. Así me quitaré esa fijación”. “¡Óyeme no! -protestó con vehemencia la mujer-. La recámara no tiene clóset; si le quitas las patas a la cama ¿dónde acomodaré a mis invitados?”.
La relación adulterina es tan usual que forma parte del folclore de los pueblos, y da origen a palabras alusivas. Así, por ejemplo, en muchas partes de nuestro país el copartícipe de la mujer adúltera es conocido como “sancho”, aunque curiosamente en otras latitudes el “sancho” es el marido engañado que conoce su situación y la tolera mansamente.
A veces, por eufemismo, no se dice “sancho”, sino “Sánchez”. En un rancho de Texas dos indocumentados mexicanos se quejaban de su suerte. Dijo uno de ellos con tristeza: “Nosotros acá tan lejos, compadrito, y nuestras esposas allá en el pueblo, solas. No vaya a estar entrando Sánchez”.
El patrón texano escuchó aquello, y les preguntó en su español chapurrado: “¿Quién ser ese Sánchez?”. Le explicó uno de los compadres: “Sánchez es el hombre que entra en la casa cuando el marido sale, y se da gusto con su mujer”. Al oír eso el gringo meneó la cabeza en gesto de reprobación y declaró: “En los Estados Unidos no haber eso”.
“¡Uh, mister! –se burló el mexicano-. El Sánchez es una institución universal; existe en todos los países de la Tierra; y si en otros planetas hay vida inteligente también en ellos, de seguro, hay Sánchez. ¿No me lo cree? Haga una prueba. Ahora que su señora no lo espera vaya a su casa, y antes de entrar grite en la puerta: ‘¡Ya llegué, vieja!’. Luego corra hacia la puerta de atrás. Verá lo que sucede”.
El gringo, intrigado, subió a su camioneta y fue en derechura de su casa. Se plantó en la puerta, y poniéndose las manos en la boca a manera de bocina gritó con fuerte voz: “I’m home, darling!”. Luego corrió hacia la puerta de atrás. Se abrió ésta y salió a toda velocidad un asustado mexicano.
Iba completamente en peletier -o sea en cueros- y llevaba en las manos sus botas, su ropa y su sombrero. El texano sacó la pistola y le preguntó furioso: “¿Quién ser usté?”. Tembló el individuo al ver el arma, y farfulló: “Soy Juan Pérez”. “Oh –dijo el norteamericano muy apenado al tiempo que volvía la pistola a su funda-. Usté perdonar, amigo. Yo haber creído que era Mister Sánchez”… FIN.



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