Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Siete días a la semana
2013-03-03 | 08:47:01
Una hormiguita macho concibió una loca pasión por una elefanta de la selva de África. La trató de amores, pero ella lo rechazó. Le dijo: “Somos muy diferentes”. “Ya lo sé –replicó con tristeza la hormiguita macho-. Tú eres rica y noble, y yo soy pobre y humilde”. “No es eso –dijo la elefanta-. Me refiero a la diferencia de edades. Yo tengo 132 años, y tú 14 horas”.
Exclamó con vehemencia la hormiguita: “¡Para el amor no hay tiempos ni distancias! ¡Y yo te amo! ¡Te amo tanto que hasta me olvido de trabajar! ¿Qué van a decir de mí los fabulistas?”. La dolorida queja de la hormiga conmovió a la elefanta. No hay mujer más vulnerable que la que siente lástima de un hombre, y en el reino animal pasa lo mismo.
La elefanta, compadecida, le dijo a la hormiguita: “Está bien. Me entregaré a ti. Pero hazlo pronto, porque no tarda en venir el elefante, y no quiero ver una pelea entre ustedes”. Empezó a trepar la hormiguita por el enorme corpachón de la elefanta para llegar al sitio de su felicidad.
Tardó tanto en subir que fue un milagro que no se le pasaran las ganas. Se vio por fin en la anhelada meta. Y sucedió entonces una desgracia horrible. Cuando la hormiguita apenas había empezado a refocilarse he aquí que la elefanta sufrió un fulminante síncope cardíaco que le quitó la vida.
Ni siquiera tuvo tiempo la infeliz de encaminar sus pasos al cementerio de los elefantes de que habló Edgar Rice Burroughs en “Tarzan of the Apes”. La hormiga tomó una palita y dijo llena de tristeza: “Tendré que darle sepultura. Voy a pasarme la vida entera cavando. ¡Y todo por un instante de pasión!”…
El muchacho le preguntó a su padre: “¿También las mujeres tiene apetito sexual?”. “Sí, hijo –respondió el señor-. En algunas, como es el caso de tu mamá, ese apetito comienza en la adolescencia y termina en el matrimonio”…
Meñico Maldotado, infeliz joven con quien se mostró avara la naturaleza en la región de la entrepierna, casó con Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las bodas él dejó caer la bata que lo cubría, y se dio a ver por primera vez al natural ante su mujercita. Lo observó Pirulina la aludida parte y preguntó en seguida: “¿Qué habrá en la tele?”…
Naufragó un barco. Un marinero y seis hermosas chicas lograron asirse a un madero, y después de flotar por varios días llegaron a una isla desierta.
El lugar era un jardín de las delicias; un paraíso terrenal. En un principio las muchachas se mostraron reservadas con el marinero, pero la vida se impuso a fin de cuentas, y bien pronto entraron en una relación que si bien podía ser criticable a la luz de la civilización, se podía explicar en aquel estado de naturaleza en el cual los náufragos podían actuar como salvajes inocentes a la manera de los descritos por Rousseau.
Llegaron a un acuerdo: cada una de ellas gozaría al marino un día de la semana. El domingo lo dejarían descansar, y él podría cantar los himnos de su iglesia –Amazing grace; Oh, what friend we have in Jesus; Onward, Christian soldiers, y otros-, pues a pesar de ser hombre de mar era profundamente religioso, y más después del venturoso arreglo a que había llegado con las bellas jóvenes, circunstancia que lo movía a dar infinitas gracias al Señor.
Pero ¡ah variable espíritu de los humanos! Con el tiempo el trato con las féminas se le volvió fatigoso al pobre nauta. Sólo las miríficas aguas de Saltillo son capaces de dar a un hombre los arrestos suficientes para hacer obra de varón todos los días, y él no disponía de ese taumaturgo líquido.
Una mañana estaba el marinero reposando en su hamaca la fatiga de la noche anterior, cuando de pronto vio a lo lejos una pequeña vela blanca. ¡Era una embarcación que se acercaba! Corrió a la playa, y vio que quien venía en el bote era un hombre.
Se alegró sobremanera, pues pensó que se dividiría la labor con él, y así sólo tendría que ejercer su varonil función tres días a la semana, en vez de seis.
Llegó por fin la embarcación a la orilla, y saltó a tierra el ocupante. Cuando vio al habitante de la isla juntó las manos y exclamó con atiplada voz: “¡Ay, un marino! ¡Con lo que a mí me gustan los mariscos!”. “¡Uta! –profirió mohíno el náufrago-. ¡Adiós domingos!”… FIN.


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