Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Plaza de almas
2013-08-04 | 21:53:34
Este amigo mío recuerda el patio de su colegio de niño. Lo recuerda mejor que si lo estuviera viendo: lo recuerda como si lo estuviera olvidando. Se aferra a su recuerdo, entonces, como el náufrago a la tabla de salvación, y así las cosas se le aparecen claras en medio del olvido.
El patio es grande, enorme. ¿Lo es verdaderamente? No. Así lo miraba el niño que ahora está recordando. Sin embargo, ese niño, adulto ya, visitó hace unos días su antiguo colegio, hoy convertido en asilo para ancianos, y se asombró al ver que el patio se había empequeñecido, siendo que antes ocupaba la mitad del mundo.
Acordaos, como decía la oración. Al fondo y en el ala izquierda estaban los salones de clase. Al frente las oficinas. En el lado derecho los cuartitos –así, púdicamente, se les decía a los baños- , y la carpintería donde el señor Vidal, aquel buen señor que en las fiestas escolares tocaba en el serrucho el vals “Recuerdo”, arreglaba los mesabancos.
Y allá la alberca, reservada únicamente para los internos. Ah, los internos. ¡Cómo los envidiábamos! Vivían ahí mismo, en el colegio, pues venían de otras ciudades. Solo ellos conocían la parte del edificio donde estaban las habitaciones de los Hermanos. Comían con ellos -señalado privilegio-, y cuando por las tardes el patio se quedaba solo les pertenecían en propiedad privada los juegos de espiro y las canchas de basquetbol.
¡Qué maravilla! Por eso el niño que recuerda no se explica la tristeza de aquel amiguito suyo interno en el colegio. Además era rico. Su mamá venía a visitarlo dos veces cada mes, los domingos. Llegaba en coche de lujo, con chofer; parecía artista de cine. Alta y rubia, bella, se parecía a Emilia Guiú, la artista que salió con Pedro Infante en “Angelitos negros”.
Vestía con elegancia; en el invierno llevaba una piel sobre los hombros. Cierto domingo mi amigo la vio casualmente llegar al colegio. Supo después –se lo contó el niñito- que había llevado a su hijo a la alameda. Ahí el pequeño le dio de comer semillas a los patos.
Su mamá le compró un globo, un rehilete y un algodón de azúcar -¡cuántas cosas!-, y luego fueron a la Nevería Nakasima, donde el niño gozó la delicia de un Paricutín, la nieve más cara de todas las que ahí se vendían, en forma de volcán, con un cúbito de azúcar que se humedecía en alcohol y se le prendía fuego al servirlo, para simular el cráter en erupción. ¡Fantástico!
¿Entonces por qué siempre estaba triste ese niño? Mi amigo, el que recuerda, no recuerda que era mejor tener una mamá que te veía todos los días que una que te visitaba dos veces cada mes mes, aunque te comprara un globo, un rehilete, un algodón de azúcar y la nieve más cara de la Nakasima.
Tampoco importaba que tu mamá no tuviera coche del año, ni llevara una piel sobre los hombros, ni se pareciera a Emilia Guiú. Lo que importaba es que estuviera contigo, aunque te regañara porque no habías hecho la tarea y te amenazara con eso de “vas a ver con tu papá”.
Pero eso no lo sabía entonces mi amigo, que tampoco se explicaba por qué ese niño vivía siempre en la tristeza. Pasó el tiempo, cosa que sabe hacer muy bien. Hoy aquel niño triste es un reconocido médico que vive en Estados Unidos y ahí ha hecho fortuna.
Tampoco sabía mi amigo otra cosa que al paso de los años supo. Sucede que este amigo mío vivió su juventud a mordiscos. Cierto día fue a una elegante casa de citas en la ciudad vecina, y vio ahí a la dueña del local. La mujer estaba ya muy entrada en años, pero a las claras se veía que había sido guapa. Era alta; se adivinaba que fue rubia. Y se parecía a Emilia Guiú. Mi amigo, que antes recordaba, ahora sabe. Se pregunta si aquel pequeño amigo siempre triste que tuvo en el colegio, y que es ahora médico famoso, sabe también. Quién sabe…
La historia que he narrado, me doy cuenta, tiene un sospechoso parecido con una mala película mexicana. Pero sucede que la vida de mucha gente tiene un sospechoso parecido con una mala película mexicana. Y muerde, sobre todo cuando te la quieres comer a mordiscos.
Te revela cosas que no quisieras haber sabido nunca; historias como la de una mujer que alejó de ella a su hijo para que no supiera -para que nadie supiera-, y que a más de darle un rehilete, un globo y un algodón de azúcar le dio también su vida, fuese como haya sido esa vida.
Yo digo que a fin de cuentas, y de cuentos, las almas son más importantes que los cuerpos. Por eso mi artículo de hoy debería llamarse “Plaza de almas”, por las que aquí desfilan. Así se llamará todos los lunes mi columna, se me está ocurriendo, aunque conserve su nombre cotidiano. Y perdonen mis cuatro lectores que este día me haya apartado de mi habitual manera de escribir. Mañana volveré a contar chistes… FIN.

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