Por Catón
Columna: DE POLÍTICA Y COSAS PEORES
‘Sí, y qué’
2013-05-13 | 21:50:05
¿Por qué si el sexo entre dos seres que se aman es considerado algo sublime, el sexo entre 10 personas que sienten aprecio mutuo entre ellas se considera abominable? No tengo autoridad para contestar esa pregunta; supongo que la respuesta depende del tiempo y de las circunstancias. Si evocamos los usos de la Roma antigua, o las lucidas bacanales babilónicas, entenderemos que las costumbres cambian.
Decir eso no es relativismo moral; es simple mención de los hechos. Lo cierto es que una noche iba por la calle Libidiano Pitonier, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. Se lo topó un amigo que le preguntó: “¿A dónde vas?”. “A una orgia” –respondió él. “Querrás decir ‘orgía’” –acotó el amigo. “No –replicó Libidiano-. En el círculo al que yo pertenezco la orgía es con mujeres”. (Entre paréntesis: se puede decir en las dos formas: “orgía” u “orgia”, independientemente del sexo de los participantes)…
El cubano Osvaldo Farrés hizo en “Tres palabras” la confesión de su secreto. Los norteamericanos Kalmar y Ruby escribieron una de las más lindas y chispeantes canciones de su país: “Tres palabritas”. Pues bien: tres ominosas palabras se están instaurando en México, tan lleno de palabras.
Esas palabras son: “Sí, y qué”. Pienso que ha surgido en las más altas esferas del Gobierno –así se dice- una especie de desdén por la opinión de la ciudadanía. Son eco esas tres palabras de aquel “No te preocupes, Rosario” que Peña Nieto pronunció. El controvertido nombramiento del nuevo director del Instituto Mexicano de la Juventud refleja esa actitud de indiferencia ante lo que pueda opinar la gente acerca de la conducta de los políticos.
El presidente ha conseguido logros importantes que no deben ser opacados por una percepción de que hemos vuelto a los tiempos del autoritarismo, de la imposición absoluta de la voluntad estatal sobre los ciudadanos, cuya opinión se menosprecia y tiene en nada. Sugiero más cuidado a los gobernantes, y más respeto por la opinión pública, y por la publicada. Si mi desinteresada admonición no es atendida podrán venir efectos de los cuales –lo digo desde ahora- no me hago responsable…
Don Ultimiano iba a pasar a mejor vida. En torno de su lecho se habían congregado su esposa y sus siete hijos, varones todos ellos. Seis eran gallardos, majos, de gentil porte y apostura. El menor, en cambio, era feúco, escuchimizado, cuculmeque. Con el escaso aliento vital que le quedaba don Ultimiano les pidió a sus hijos que lo dejaran a solas con su esposa, y seguidamente se dirigió a ella en términos solemnes.
“Gargarola –le dijo-. Estoy pisando ya los umbrales de la eternidad, que dura mucho. No quiero dejar este mundo tan lleno de ingratitud y decepciones sin hacerte una pregunta acerca de algo que me ha turbado todos estos años. Respóndeme con sinceridad y sin mentira: el menor de nuestros hijos, tan diferente a los demás, ¿es mío? ¿No es por acaso fruto de algún amor adulterino tuyo, de una infidelidad culpable con la cual hayas maculado la fe que me juraste al pie del ara el día de nuestro desposorio?”.
“¡Ah chingá! –se preocupó la esposa-. ¿Me estás preguntando si nuestro menor hijo es tuyo?”. “Eso quiero saber –respondió con voz feble el lacerado-. Por favor, dime la verdad, pues abrigo recelos, dudas y sospechas de que yo sea el padre de ese hijo, tan distinto de los otros”. Entonces fue ella la que asumió un tono de solemnidad.
A la grave intimación de su esposo respondió usando los siguientes conceptos, que transcribo sin cambiar punto ni coma, en mi calidad de mero relator. Dijo doña Gargarola: “Te juro por lo más sagrado; por la memoria de mis padres; por el amor que siento por mis hijos; por el milagroso escapulario de la Cofradía de la Reverberación, y por los héroes de la Patria; por todo eso te juro que nuestro hijo menor es tuyo.
Si miento caigan sobre mí todos los castigos del Cielo y de la Tierra, con las demás penas y condenaciones que haya en ambos mundos”. “¡Gracias, esposa! –alcanzó a musitar don Ultimiano-. ¡Con eso que me has dicho puedo ya irme en santa paz!”.
En efecto: uniendo la acción a la palabra el pobre señor entregó el alma a quien se la había dado, y salió tranquilo y sosegado de este mundo pecador. Doña Gargarola se cercioró bien del óbito de su marido y luego exclamó muy aliviada: “¡Uta! ¡Qué bueno que no preguntó por los otros seis!”… FIN.

Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto

 

 

Reservados todos los derechos 2018

Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto

 

 

Reservados todos los derechos 2018