Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
2013-04-14 | 11:19:41
Era de noche, y sin embargo llovía. Pirulina, joven mujer con mucha ciencia de la vida, había invitado a Simpliciano, joven cándido, a visitarla en su departamento. Le dijo que harían “cositas”. Entusiasmado por el océano de posibilidades que sugería esa frase Simpliciano llegó con pan para modelar figuritas de migajón, pliegos para hacer papirolas, y cubos de plástico para armar casitas.

Suspiró Pirulina al advertir la ingenuidad del chico, pero recordó una de las obras de misericordia que el buen Padre Ripalda enumera en su olvidado Catecismo: “Enseñar al que no sabe”. Así, se propuso sacar al muchacho de la calígine de su ignorancia.

Para tal efecto le dijo con insinuante voz: “Está lloviendo mucho, Simpli, y no parece que vaya a escampar pronto. ¿Por qué no te quedas a dormir conmigo?”. Al oír eso Simpliciano se puso en pie y salió apresuradamente sin decir palabra. Pirulina quedó avergonzada. De seguro, pensó, había lastimado la sensibilidad de su pudoroso amigo al hacerle aquella salaz incitación propia de una Mesalina, Salomé, Thais o Friné.

Estaba claro que el casto Simpliciano había huído para poner a salvo su virtud. Muy grande fue su alivio, por lo tanto, cuando un par de minutos después el muchacho regresó. Venía respirando agitadamente; estaba empapado de pies a cabeza, y viceversa. Pirulina le preguntó con inquietud: “¿Por qué saliste corriendo cuando te pedí que te quedaras a dormir conmigo?”.

Explicó Simpliciano: “Fui a traer mi piyama”. (Nota: este inocente cuentecillo podría llamarse: “El indejo de la piyama a rayas”)…

Un elegante playboy estaba bebiendo a pequeños sorbos su martini en la terraza al aire libre de un restorán de lujo. Se le acercó un hombre de la calle vestido con ropa desgastada y mostrando una barba de días, y le dijo de buenas a primeras: “Eres rico ¿verdad?”. El playboy no se inmutó. Le contestó al sujeto: “Sí, soy rico. ¿Por qué?”.

Prosiguió el otro: “Siempre has tenido lo que has querido, ¿no?”. “Así es –replicó el playboy, engallado-. Siempre he tenido lo que he querido”. “Y nunca has trabajado un solo día en tu vida, ¿no es cierto?”. “Es cierto –replicó el playboy, con curiosidad por oír la andanada de reproches sociales que de seguro le espetaría el pordiosero-.Jamás he trabajado un solo día en mi vida”. El individuo le dijo entonces al tiempo que le daba la espalda para retirarse: “No te has perdido de nada, compañero”…

Don Algón les contó a sus amigos en el club: “Tengo una nueva secretaria. Es una joya. Sabe muy poco; trabaja muy poco…”. Le pregunta uno, burlón: “¿Eso hace de ella una joya?”. “Sí –confirma don Algón-. También se resiste muy poco”…

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, parloteaba con sus amigas en la mesa del café. Les tocó estar frente a la puerta abierta de la cocina, de donde venía ruido de ollas y de platos. Acudió un mesero y la cerró. Le dice doña Panoplia: “Gracias, joven, por haber cerrado esa puerta”. “No tiene qué agradecer, señora -respondió el muchacho-. La cerré a petición del personal de la cocina”…

Una culebrita verde fue con un optometrista y le dijo que no veía bien. Después del correspondiente examen el profesionista le prescribió anteojos.

Al día siguiente la culebrita regresó. Se veía muy molesta. “¿Cuál es el problema? –se preocupó el optometrista-. ¿No funcionaron bien los lentes?”. “Funcionaron perfectamente bien, doctor –masculló, hosca, la culebrita-. Por ellos me enteré de que desde hace dos años me he estado tirando a la manguera del jardín”…

El granjero entró en su casa a todo correr. Le dijo a su esposa: “¡El toro está persiguiendo a tu mamá! ¡Si la alcanza la va a hacer pedazos!”. Preguntó con angustia la señora: “¿Y vienes por el rifle para matarlo?”. “¡No! –replicó el hombre ansiosamente-. ¡Vengo por la cámara de video!”…

Sigue ahora un relato inconveniente. Las personas que no gusten de leer relatos inconvenientes deben interrumpir en este punto la lectura…

Aquella señora tomó un curso de Historia, pero reprobó el examen final, que consistía en una sola pregunta. “¿Cómo pudiste fallar esa prueba? –se burló su marido-. ¡Estaba más corta que mi cosa!”. “Sí, querido –replicó ella con voz dulce-. Pero más dura”. (No le entendí)… FIN.

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