Por Catón
Columna: De política y cosas peores
El remedio
2012-09-29 | 21:38:47
Don Languidio Pitocáido pertenecía al club de los insóplidos. Quiero decir que ya no soplaba. ¡Ah, desdichado! Si hubiera bebido siquiera un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo habría recuperado la viripotencia, ese engallado ardor que se requiere para triunfar en las dulces lides que –lo dijo Góngora- se libran en campo de plumas, o sea en el colchón.
Cierto día su esposa lo hizo tomar una pastillita azul que, le dijo en secreto una vecina, servía para hacer que los varones en edad de senescencia izaran otra vez el abatido lábaro. Aquel empeño resultó infructuoso: cuando el señor Pitocáido tomó el medicamento la pastilla se le atoró en la garganta, y lo único que se le puso rígido fue el cuello.
Ideó entonces la señora otro recurso: se compró una ropa interior muy sugestiva –babydoll de encaje rojo; corpiño transparente; mínima pantaleta crotchless; medias de malla con liguero; zapatos de tacón aguja que se ataban al tobillo con cordones-, y así vestida le bailó a su esposo una danza sensual como de odalisca o hurí al compás de la sinuosa música del Bolero de Ravel.
Ningún efecto tuvo en don Languidio ese lúbrico ballet: siguió más blando que un molusco. Igual hubiesen podido tocarle la Marcha de Zacatecas, cuyos acordes en otras circunstancias son tan vigorizadores. Con pesaroso acento le dijo a su mujer: “Cierra las cortinas de la ventana, Gordoloba, pues si algún hombre te ve en esas trazas va a quedar insóplido de por vida, como yo, aunque actualmente sea un semental”.
Desesperada ya fue la señora a la farmacia de la esquina y le pidió al encargado que le vendiera un ángel custodio, bozal, caja de las contribuciones, gabardina, don Prudencio, Caperucita en carnada, portalápiz o paracaídas. Todos esos eufemismos usó doña Gordoloba para no decir “condón”.
Y es que los tiempos cambian. Antaño llegaba un hombre a la botica, que así se llamaban las farmacias, y si había mujeres en el local le pedía en voz alta al encargado: “Me da unos cigarros, por favor”. Luego añadía bajando la voz: “Y un condón”. Ahora el cliente llega y pide con voz normal: “Me da un condón”. Y en seguida, bajando la voz en modo vergonzante: “Y unos cigarros”.
Tanto los hombres como las mujeres compran hoy condones con toda naturalidad. Himenia Camafría, por ejemplo, madura señorita soltera, entró en una farmacia y preguntó: “¿Tienen condones ultra-súper-extra grandes, king size plus?”. “Sí tenemos –le informó el dependiente-. ¿Quiere uno?”. Contestó la señorita Himenia: “No. Pero ¿le molestaría si me siento a esperar que llegue un hombre que los use de ese tamaño?”.
Advierto, sin embargo, que me estoy apartando de la narración. Regreso a ella. El farmacéutico le preguntó a doña Gordoloba de qué marca quería el preservativo, y ella mencionó un nombre. “Lo siento, señora –le dijo el de la farmacia-. Esos condones fueron retirados del mercado porque el látex de que estaban hechos producía una gran inflamación en la parte alusiva”. “Precisamente por eso los quería” –replicó doña Gordoloba.
Así diciendo salió de la farmacia, resignada ya a no gozar ni siquiera una vez más las dulzuras de himeneo. Lo que no sabía es que en ese momento su marido se dirigía en autobús a un pueblo vecino llamado Santa Bárbara de los Petardos. Le habían dicho que ahí vivía un brujo especializado en el tratamiento de la disfunción eréctil.
Se llamaba Salvador de Pirulíes. El hombre sahumó a don Languidio en la entrepierna con ciertos vapores taumaturgos, y luego lo hizo que silbara tres veces. Al punto le surgió al paciente una espléndida tumefacción. “Así quedará usted en forma permanente –le indicó el brujo-.
Eso sí: tenga cuidado con los silbidos, pues uno más haría que desapareciera la tumefacción, y ningún poder humano conseguiría ya resucitarla”. Muy contento volvió a su casa el venturoso caballero. No era Languidio ya, ni Pitocáido.
Se veía otra vez en la feliz edad en que era suyo el tesoro de la juventud. (No la famosa colección de libros). Llegó a su casa y le pidió a su esposa que fueran juntos a la alcoba. Ahí don Languidio se despojó de su atuendo y se mostró a los ojos de doña Gordoloba con su recién recobrada facultad. Miró aquello la señora con jubiloso asombro. En la forma que entonces se usaba para mostrar admiración silbó: “¡Fiu fiu!”. Y aquí termina el cuento… FIN.

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