Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Honor a quien honor merece
2016-02-24 | 09:12:56
Este hombre joven gustaba de salir en su motocicleta los fines de semana a recorrer senderos alejados del bullicio citadino. En cierta ocasión lo sorprendió la noche en sus andanzas, y buscó acogimiento en una granja. El dueño lo recibió con agrado, pues él también había sido motociclista en sus años mozos. Tuvo, según dijo, una Type H en la cual había logrado alcanzar velocidades hasta de 20 kilómetros por hora en camino de terracería, 30 en carretera pavimentada. Le ofreció “la pobre cena de la casa”, consistente en carne asada, pollo, pescado, pato, cuatro variedades de quesos y postre de diversas frutas. Finalmente le preguntó: “¿Dónde le gustaría pasar la noche, amigo? Puede dormir en el granero o con la beba de la casa. Escoja”. El motociclista se dijo que sería incómodo compartir la cama con una bebé que quizá lo despertaría con sus lloros o -peor aún- lo mojaría con sus efluvios infantiles. Así pues dijo: “Prefiero dormir en el granero, para no molestar a la pequeña”. Efectivamente, pasó la noche en el galpón con acompañamiento de caballos, vacas, gallinas y otros variados bichos no domésticos tanto pertenecientes a la familia de los insectos como de los roedores, cuya indeseada presencia no le permitió conciliar el sueño. Llegó el nuevo día -siempre llega un nuevo día- y he aquí que se apareció en el granero una preciosa chica de 18 abriles, de cuerpo escultural y rostro de singular belleza. Le preguntó el huésped, impresionado: “¿Quién eres, hermosa joven?”. Respondió la muchacha: “Soy la beba de la casa. Y usted ¿quién es?”. Contestó el hombre, mohíno: “Soy el pendejo de la moto”... Mi vida está llena de riquezas. Sin merecerlos yo me fueron dados los dones del amor, del vino bueno y la amistad añeja, de la canción y el verso. Se me ha permitido intuir el misterio. Hay dos bellezas, sin embargo, cuya ausencia me perturba, y más porque me temo que es demasiado tarde ya para aprenderlas. Para aprehenderlas. Una es la armonía de los números; la otra es la hermosura de las antiguas lenguas mexicanas, especialmente el náhuatl. Siento esos dos vacíos, y me duelen. Sé que el mundo de las matemáticas, igual que el de la música, es un atisbo de la plenitud anhelada por el hombre, una especie de reflejo humano de la perfección divina. Pero tuve la inmensa desgracia de haberme topado con malos maestros de esa ciencia, y su soberbia me llevó a temer, y aun a odiar, todo lo que tuviera que ver con cifras y guarismos. También fui víctima inocente del menosprecio con que antes se veían las cosas mexicanas. En el bachillerato estudié latín y griego, así como etimologías grecolatinas (gloria perenne a don Agustín Mateos). Todavía puedo recitar de memoria los primeros sonoros párrafos de las Catilinarias de Cicerón, y soy capaz también de dilucidar la significación de la homérica palabra “Batracomiomaquia”. Sin embargo nunca aprendí los primores ocultos en los nombres de los cuatro amigos que tuve en la antigua calle saltillera de Los Baños, ahora del general Murguía.
Su padre, vehemente cardenista, les puso nombres nacionales: Cuauhtémoc, Cuitláhuac, Moctezuma y -a ella- Xóchitl. Jugábamos en la calle por las tardes, y su mamá los llamaba a la hora de la merienda con gritos que se oían de esquina a esquina: “¡Cuácua! ¡Cuícui! ¡Muma! ¡Chochi!”. Ahora es de común conocimiento que nuestros antepasados indígenas fueron dueños de una riquísima cultura que se mostró en espléndidas creaciones lo mismo de arquitectura que de poesía, y que abarcó conocimientos matemáticos, astronómicos, médicos y de otras ciencias y artes que pusieron asombro en los conquistadores. Todo esto que ahora digo es para cantarle las Mañanitas al admirable maestro don Miguel León-Portilla en el nonagésimo aniversario de su nacimiento. Él, con otros sabios varones -el padre Garibay Kintana pionero entre ellos-, entró en la entraña del saber de aquellos abuelos nuestros cuyos descendientes sufren aún olvido y discriminación. Por eso, y por muchas cosas más, don Miguel merece homenaje de reconocimiento. Que viva muchos años más -no importa que se haga viejo- y que yo los vea. FIN.


MIRADOR ›armando fuentes aguirre
Los durazneros abrieron ya sus flores. Son de color de rosa. Cada una tiene el tono, la tersura y el aroma de una mejilla de muchacha. A su vista se me alegra el corazón y se me entristece el alma. Mirarlas es un gozo. Pero aún no pasa este febrero, que es mes de heladas traicioneras. Temo que un cierzo inesperado mate en flor la promesa de los frutos. Estos árboles tienen el ímpetu de la juventud, y su imprudencia. No son como los nogales, viejos que han visto pasar los años y que por eso saben esperar. Solo florecen cuando tienen la certidumbre de que los fríos se han alejado ya. No reprendo a los durazneros por su imprevisión. Nadie tiene derecho a reprender a un árbol. Pero cada mañana miro el cielo para ver si hay en él nubes de amenaza. Me sentiré tranquilo sólo cuando el nogal del huerto dé sus flores. Él es maestro de la vida, y sabe el tiempo justo en que la vida puede florecer. ¡Hasta mañana!... MANGANITAS ›por afa
“Un perico entró en el corral de las gallinas”. “Gallo: espero que recuerdes -dijo con preocupación metiéndose en un rincónque no hay gallinas verdes”.

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