Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Mensaje de esperanza
2016-02-15 | 10:02:54
Las redes del Pescador han sido sustituidas por las redes sociales. No vivimos ya días de fervor. Se miran ahora más puños cerrados que manos orantes. El México al que llegó el Papa Francisco no se parece nada a aquel que en 1979 recibió a Juan Pablo. Yo estuve en la visita que Karol Wojtyla hizo a Monterrey. A pesar de un frío que congelaba hasta al frío más de un millón de fieles se congregaron en el lecho del río Santa Catarina para escuchar el mensaje del pontífice. Mi queridísima tía Conchita, señora ya de edad, llegó con 12 horas de anticipación al sitio en compañía de sus amigas. Todas se habían puesto pañales a fin de no tener que moverse del magnífico lugar que consiguieron, a 100 metros de donde estaría el Papa. Acudían ellas, igual que todos los presentes, al llamado de la fe, de la veneración a aquel en quien veían al representante de Cristo en la tierra. Hoy los tiempos son más críticos. Tormentas de escándalo han sacudido el edificio de la Iglesia, y aun en los países de honda tradición católica ha habido emigración de fieles hacia otras denominaciones cristianas o hacia nuevas sectas. Temo decir que no he sentido en la visita de Francisco, pese a su inmenso carisma e incuestionable atractivo espiritual, el mismo grado de entusiasmo y fervorosa entrega que en otras visitas papales anteriores percibí. No sé. Quizá soy yo el que he cambiado; a lo mejor los años han esfumado en mí la unción de mis mayores, que veían con los ojos del alma nada más. Para ellos la Iglesia era la Ciudad de Dios en medio de la imperfección del mundo. No advertían las fallas de sus pastores, y si las veían las disimulaban. Ya no sucede eso. La sociedad se ha vuelto vigilante, crítica, contestataria. Eso es bueno, por más que evoquemos con nostalgia los tiempos en que cuando en una película mexicana salía un sacerdote -don Domingo Soler, don Carlos Baena, don Julio Villarreal- la gente aplaudía con respeto. En su actual visita Francisco ha atraído multitudes, lo hemos visto, pero quizá en buena medida más por interés mediático que por honda religiosidad o fe. Ha habido, sí, momentos conmovedores. Las palabras que frente a la Nunciatura dijo a los niños la noche de su llegada, cuando los exhortó a orar por los que nos quieren y por los que no nos quieren, parecieron la recomendación de un sabio y bondadoso abuelo a sus pequeños nietos. Su silenciosa oración ante la Guadalupana revistió emoción profunda, lo mismo que su visita a los niños enfermos. Su repetida petición: “No se olviden de rezar por mí”, es muestra de humildad verdadera por parte de alguien que en su breve pontificado ha dado ya muchos ejemplos buenos. Entiendo las tremendas limitaciones que un Papa, aun con ímpetus de renovación, ha de tener cuando se trata de cambiar algo en esa milenaria fábrica, la Iglesia. Aun así confío en que la misericordia que Francisco ha proclamado como signo evidente del amor de Cristo alcance a los grupos a los que esa misericordia -expresión también de la justicia- no ha llegado tan cabalmente como debería llegar: los divorciados; las personas homosexuales; las mujeres; los propios sacerdotes y religiosas, necesitados
de mayor comprensión y caridad, a más de los pobres, los migrantes y todos los que sufren injusticia y opresión. Francisco inspira por su bondad, su sencillez y su calor humano. Surgió de un continente nuevo y pertenece a una orden, la Compañía de Jesús, en la que alientan impulsos de cambio. En el Papa han depositado su esperanza millones de católicos que quieren una Iglesia menos clerical, más humana, más cerca del amor y más alejada de un ritualismo hueco. Hay quienes temen que si este Papa no hace los cambios que se requieren para que la Iglesia acoja con amor a aquellos grupos vulnerables y vulnerados, será difícil que otro Papa emprenda esas reformas. Ojalá el cálido entusiasmo de los fieles mexicanos, y el afecto que muestran a su pastor, fortalezcan al Papa Francisco y lo muevan a plasmar en acciones concretas las palabras de comprensión y amor que ha manifestado a aquellos a quienes la Iglesia no termina por amparar plenamente con el manto de su misericordia. FIN.

MIRADOR ›armando fuentes aguirre
Estoy triste por este árbol. La nieve que cayó hace días en el Potrero le desgajó una rama. Es árbol viejo ya, y me da pena mirarlo con su brazo roto. Hice que le vendaran esa herida. Con cuerdas le sostuvimos la caída rama. Por las mañana voy y le pregunto: “¿Cómo estás?”. Tiemblo si me parece ver visos de amarillez en su follaje; me alegro si advierto en él nuevo verdor. La naturaleza es muy sabia, pero es también muy cruel. El peso de la nieve sirve para que las ramas débiles desaparezcan, y las que sobreviven cobren más vigor. A mí me afligen las ramas que se quiebran, y no me importa que el árbol, libre de aquella carga inútil, vaya a dar más fruto. Don Abundio, el cuidador del huerto, menea la cabeza. ¡Tantos árboles hay, y tantas ramas! ¿Por qué preocuparse tanto por una sola rama? ¿Por qué gastar tantos cuidados en un árbol nada más? No sé decir por qué. Pero espero que cuando a mi árbol se le desgaje una rama venga una mano de misericordia a vendar su herida, y una voz amorosa me pregunte: “¿Cómo estás?”. ¡Hasta mañana!... MANGANITAS ›por afa
“Una señora le pidió a su marido hablando de una película: ‘Quiero ver Terremoto”. El individuo alzó un dedo y dijo a su contraparte: “Hoy tendrás que conformarte con verme nomás repedo”.

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