Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Plaza de almas
2016-02-23 | 09:11:27
No creo en Dios. Supongo que alguna vez creí en él, pues todos los que estaban cerca de mí creían. Su fe era ciega. Decir “fe ciega” es redundancia: para que la fe sea verdaderamente fe debe ser ciega. Y también sorda. No ha de ver realidades ni escuchar razones. Yo tuve la fortuna -o la desgracia, no sé bien- de haber leído. Los libros me enseñaron a dudar. Luego tuve la desgracia -o la fortuna, no sé bien- de ver cómo actuaban algunos de los que se dicen representantes de Dios. Quisiera olvidar eso que vi. Pero el olvido es un don que se nos niega cuando lo necesitamos más, y a mí se me vuelve a aparecer aquello como si fuera una película que se repite cada noche. Recuerdo a monseñor X. La consideración debida a los muertos me lleva a poner una X ahí donde debería poner un nombre. Cierto día me invitó a una reunión en su casa. Me sentí muy halagado por esa invitación. Cuando llegué me inquietó ver que estaban ahí algunos de los que en el pueblo eran llamados “raros”: jovenzuelos de traza femenina que reían con risa estridente de muchachas; maduros señores de movimientos adamados y aflautada voz. Me asaltó el pensamiento de que monseñor me había invitado porque suponía que yo era de los mismos, y eso me molestó. Alguien cantó acompañándose con una guitarra. “Tú me acostumbraste a todas esas cosas.”. Los asistentes corearon la canción como si fuera un himno. En ese momento el anfitrión no se hallaba en la sala. Entró de pronto una mujer grotesca, horrible: cabellos amarillentos; excesivo maquillaje; un vestido de seda roja lleno de cintas y holanes; guantes a medio brazo; medias de malla; zapatos de tacón alto. Su entrada fue recibida con aplausos y vivas. La fea figura a se paseó en triunfo entre los asistentes repartiendo arrumacos y mohines de coquetería. Era monseñor vestido de mujer, con peluca, la cara una plasta de colorete y polvos, los labios una asquerosa mancha de carmín. Yo, que lo había visto oficiar misa, consagrar la hostia, dar la comunión a los feligreses, sentí náuseas.No sé por qué no salí corriendo de ahí. Cobardía seguramente. Acompañé con una sonrisa estúpida las carcajadas y gritos de los demás, y ni siquiera volví el rostro cuando monseñor pasó frente a mí y me dio una palmadita en la mejilla. Meneaba el trasero con movimientos que pretendían ser lúbricos y eran en verdad ridículos por la gordura porcina del prelado y por sus muchos años. ¡Y ese personaje felliniano era llamado ‘hombre de Dios’! No quiero decir que ahí dejé de creer. Pienso que en ese tiempo ya no creía. Y sigo sin creer. Soy ateo; desdeño las enseñanzas de la religión; no acepto la idea de otra vida después de ésta, ni de un castigo o un premio sobrenaturales. Veo la teología como el último extremo que ha alcanzado la literatura de ficción; juzgo las elucubraciones de los Padres de la Iglesia como -en el mejor de los casos- poesía, una de las formas que adopta la mentira para hacerse pasar por realidad.
A veces, debo decirlo, siento nostalgia de la fe perdida. Sé que los creyentes son más felices que yo. En presencia del sufrimiento, de los dolores del cuerpo o los del alma, tienen un asidero del cual carezco yo. Poseen un bien valioso que ya huyó de mí: la esperanza. Si bien no son dueños de la luz les pertenece la promesa de la luz. En cambio yo soy habitante de la oscuridad: las luces de la razón no alcanzan a disipar mis sombras. Esas pobres criaturas que creen en lo absurdo me inspiran piedad, pero siento más compasión de mí mismo, porque no creo en nada. Y otra vez, como aquella vez, me falta valor para huir. Los míos me piden que los guíe. ¿Cómo puedo guiarlos si estoy perdido? Esperan de mí la verdad. ¿Acaso puedo darla si vivo en la mentira? Soy el mayor hipócrita del mundo, pero me es imposible dejar de representar la farsa que cada día represento por temor a causar con eso mayor mal. Mírenme: un ateo obligado a hablar de Dios. Y ni siquiera puedo confesar mi falsedad porque soy un obispo, y quizá pronto me harán cardenal. FIN.

MIRADOR ›armando fuentes aguirre
¿Recuerdas la historia de la camisa del hombre feliz? Alguien lo buscó para comprársela, y se asombró al ver que el venturoso mortal era tan pobre que ni siquiera tenía camisa. Conozco, sin embargo, una variación sobre ese tema. Aquel que buscaba al hombre feliz lo halló por fin. Le dijo: -Véndeme tu camisa. El hombre feliz respondió: -¿Cuál de todas quieres? ¿La de Dunhill, la de Lewin, la de Hudson, la de Turnbull & Asser, la de Thomas Pink, la.? Todas esas eran camisas de lujo, como lujosos eran los coches caros, los relojes finos, las mansiones palaciegas, los suculentos manjares y las mujeres hermosas que disfrutaba el hombre. Dos versiones distintas: la de aquel que era feliz porque no tenía nada, y la del otro que era feliz porque lo tenía todo. Tú ¿cuál versión prefieres? Dímelo, y te diré quién eres. ¡Hasta mañana!... MANGANITAS ›por afa
“. Una trapecista sostiene a su marido con los dientes.”. Otra, sin que eso la abrume, sostiene al suyo, industriosa, con otra distinta cosa, ¡y ni siquiera presume!

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