Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
Plaza de almas
2016-01-19 | 09:55:45
Este señor se llama Horacio y se apellida Quiroga. Entiendo que es literato, pero no estoy seguro. Escribe cosas extrañas acerca de sucesos fantásticos, sobrenaturales. Quienes conciben tales invenciones, afirman los expertos, son personas débiles de espíritu. Hace tiempo una señora a quien conozco lo vio en un café de Buenos Aires. Me dijo que tiene buena presencia; su melena de poeta decimonónico, su barba y su bigote, le dan un cierto parecido a Bécquer. Suele ir en bicicleta, lo cual le confiere aspecto estrafalario. A ese hombre le sucedió hace poco una tragedia. Un amigo suyo se iba a batir en duelo. Quiroga se ofreció a limpiar la pistola que el duelista iba a usar en la ocasión. Al hacerlo disparó accidentalmente el arma, y la bala mató al amigo. Hubo que cancelar el duelo, si me es permitida una nota de humor negro. No fue ésa la única tragedia que ensombreció la vida del escritor. Se había casado y tenía hijos. Una noche sostuvo una acre discusión con su mujer, y ella tomó un veneno que la mató luego de una semana de agonía dolorosa. Se diría que la muerte acompañaba a Horacio. Su propia muerte era la que lo seguía más. Iba con él a las tertulias literarias, a sus exploraciones de la selva, a sus viajes de fotógrafo y conferencista. ¿Incurro otra vez en humor negro si digo que la muerte trotaba a su lado cuando iba por la calle en bicicleta? Tuvo un affaire que no se conoció. Sedujo a una cándida doncella y la llevó a su casa. La hacía pasar por su mujer legítima, pero la verdad es que era su amante. La muchacha tenía padres y hermanos. Ellos trataron de impedir que se fuera con aquel hombre; le dijeron que al hacerlo deshonraba a la familia, que por eso sería castigada. Vanos fueron sus ruegos y amenazas. Tampoco pudieron hacer nada contra el escritor, pues gozaba ya de consideración. Acabaron por perdonar a la muchacha. ¿Qué más podían hacer? Y sucedió que Quiroga se aburrió bien pronto de esa joven que por su inexperiencia no podía brindarle los deleites de lecho que deseaba. Se alejó de ella. La pobrecilla empezó a languidecer. Se le vía pálida, abatida, como si algún misterioso mal la estuviera matando lentamente. Los médicos que la trataron no pudieron dar con la causa de su enfermedad. Ni siquiera sabían si su estado se debía a una causa orgánica o era efecto de la pena que le causó el abandono de su seductor. Un día la desdichada no pudo ya salir del lecho. Su postración, que al parecer se hacía más grande por las noches, se agravó rápidamente. Murió al fin. Hubo rumores en el sentido de que Quiroga, hastiado, quiso deshacerse de la ella, pues le estorbaba en sus nuevos amoríos. Se dijo que la había envenenado administrándole cotidianamente pequeñas dosis de una poción arsenical. El literato dio una explicación que a nadie convenció. Dijo que al día siguiente de la muerte de su mujer encontró dentro del almohadón de plumas de su lecho un repugnante insecto que noche tras noche le había chupado la sangre a la muchacha hasta matarla. Ya dije que el hombre inventaba fantásticas historias. Jamás se supo la verdadera causa de esa muerte. Pero si fue un crimen no quedó impune. Poco tiempo después de la muerte de su amante el escritor enfermó también. Mostraba -cosa extraña- los mismos síntomas que ella. No fue ya el hombre que antes era, amigo de aventuras, gustoso de la sociedad de sus amigos. Opacos los ojos, cenizo el rostro, exangüe, se pasaba las horas en la cama cubierto por un grueso edredón de plumas, viendo al techo, recordando quizás a aquel amigo muerto, a aquella joven de cuyo ciego amor se aprovechó. Terminó por suicidarse. Bebió cianuro. Los médicos dijeron que se mató luego de saber que tenía un cáncer terminal. A su muerte el padre y el hermano mayor de la amante de Quiroga recogieron las cosas de la joven, y quemaron el almohadón de plumas y el edredón que le regalaron cuando fingieron haberla perdonado. FIN.

MIRADOR ›armando fuentes aguirre
En Monclova oí hablar del máistro Lalo, peluquero. Era hombre de ingenio peregrino; tenía desaforadas ocurrencias. Cierto día hizo publicar en el periódico local un aviso de ocasión: “Compro hormigas rojas. Pago 5 centavos por cada una”. Cuando a la mañana siguiente Lalo llegó a su peluquería vio en la calle una larga fila de chiquillos, cada uno con un frasco lleno de hormigas. En aquel tiempo en que se podía comprar un dulce por 5 centavos, lo que ofrecía don Lalo era una fortuna. Hizo pasar el peluquero al primer chamaco, y empezó a sacar una por una las hormigas que traía en su frasco. Las levantaba en alto, con ojo experto las examinaba y decía luego: -Hormigo. Hormigo. Hormigo. Todas las hormigas que llevaban los niños resultaron ser hormigos; ni una sola salió hormiga. Lalo les explicó a los cariacontecidos muchachillos que en los hormigueros las hembras son muy pocas, y rara vez salen de sus aposentos subterráneos. Por eso, por escasas y difíciles de capturar, había ofrecido pagarlas a buen precio, pues quería iniciar con ellas una cría. Los hechos y los dichos de personajes como el máistro Lalo deben conservarse. Son ellos quienes dan genio y figura a una comunidad. ¡Hasta mañana!... MANGANITAS ›por afa
“Una muchacha de pueblo declinó ser la Virgen en la procesión de la Candelaria”. La joven, cristiana fiel según supe después yo, con franqueza declaró: “Ya no me queda el papel”.

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