Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2014-01-28 | 10:14:19
Era pianista. Un buen pianista. Por su familia corría una veta musical que en él, lo mismo que en un hermano suyo, afloró con riqueza. Ya de niño asombraba a sus maestros con una rara disposición impropia de sus pocos años. Ese talento natural, más el estudio, hicieron de él un excelente músico.
Eran todavía los tiempos -los últimos, quizá- de una bohemia desordenada que en el alcohol hallaba su expresión. A la música acompañaba siempre la poesía, y a ambas el licor. Aquel muchacho cayó en esa vida de románticos artistas que cifraban su mundo en una canción, en un poema, en una copa…
Pero otra vida hay, la cotidiana, que impone ingratas exigencias. Se casó el joven pianista; vinieron los hijos, y tuvo que trabajar en lo que fuera para llevarles a ellos y a su mujer el pan de cada día. En orquestas de baile, en ceremonias escolares, en radiodifusoras dispersó aquel arte elevado con el que había soñado conquistar las grandes salas de concierto.
Supo que de su solar nativo ya no saldría jamás, y ahogó en vino sus sueños juveniles. Pasó el tiempo. Aquel hombre envejeció de cuerpo igual que había envejecido de alma. Cierto día llegó a su ciudad una caravana artística. Así se llamaban las compañías traídas por algún empresario para aprovechar la popularidad de una figura de moda en la capital.
Venía como estrella en ese grupo una preciosa actriz de nombre Emilia Guiú. Era rubia, de una belleza altiva que cautivaba a todos. Había triunfado ya en el cine. Su película “Angelitos negros”, en la que actuó con Pedro Infante, le dio mucho cartel. El pianista fue llamado para que tocara con la orquesta de la caravana.
Vio a la hermosa mujer y al punto se prendó de ella. Algunas palabras dijo al desgaire la muchacha en elogio de su arte de pianista, y eso encendió en el viejo músico la llama de un amor senil. En sus fantasías de ebrio consuetudinario imaginó que la hermosa mujer le correspondía; que ella también se había enamorado de él.
No se atrevió a declararle su pasión, pero cuando la caravana terminó su temporada en la ciudad él siguió a la artista. Todo lo dejó para ir tras ella: esposa, hijos, trabajo. Loco de amor fue tras la belleza de aquella reina o diosa. Se conformaba solo con mirarla; con escuchar su voz. A veces se cruzaba con ella.
La hermosa le sonreía, y con eso él se enamoraba más. Fue por todo el país siguiendo a su musa. El escaso salario que recibía apenas le alcanzaba para mal comer, para pagar los miserables hospedajes en donde se alojaban los miembros de menor importancia de la troupe.
Se olvidó de su familia; nada lograron las angustiadas cartas de su esposa y su madre; fueron inútiles también los enérgicos reproches que le hacía su padre anciano. Cuando su hermano fue a buscarlo para llevarlo de regreso, lo golpeó. Acabada la gira, la compañía volvió a la capital.
Su amada se le perdió en los laberintos de la gran ciudad. Agotó el poco dinero que llevaba. Un día, después de tres o cuatro sin comer, tuvo que pedir limosna en la calle. Se determinó a privarse de la vida. Iba a arrojarse al paso de un tranvía. Cuando ya lo iba a hacer alzó la vista y vio la cruz que coronaba la torre de una iglesia. Esa visión lo detuvo.
Buscó a un compañero de la caravana, y éste le consiguió empleo en un cabaret de baja estofa. Juntó dinero, y compró el boleto del tren. Así volvió a su lugar de origen. La esposa lo recibió sin un reproche. Y el hombre siguió su vida hasta que le llegó el momento de otra muerte. Cuando bebía se quedaba en silencio, con la mirada perdida en el vacío…
Me entristecí cuando oí contar su historia. Estoy triste ahora que la escribo. Pienso que la tristeza vive con nosotros: si vas por la calle caminará contigo; en el autobús se sentará a tu lado.
Está en todas las casas; está en todas las vidas. Podemos disiparla, claro, con una copa, con un rato de sexo, con una de esas dichas súbitas que la vida nos regala. Pero será solo por un momento. La tristeza regresará de nuevo. Es triste, pero así es… FIN.

mirador
armando fuentes aguirre
Cuando un poeta muere otro nace en algún lugar del mundo.
Y es el mismo.
Quizá la poesía es como el agua: la que estuvo en el mar subió a la nube, y descendió en la lluvia, y por el río llegó otra vez al mar.
La misma agua.
La misma poesía.
Quizá Darío es Góngora.
Quizá Neruda es Whitman.
No nos espante, pues, ni nos aflija, la apariencia de muerte del poeta. Alegrémonos en la eternidad de la poesía.
Con su muerte José Emilio Pacheco ha renacido.
Y cada día volverá a nacer.
¡Hasta mañana!...

manganitas
por afa
“…Peña Nieto verá en Cuba a Raúl Castro…”.
Un pensamiento falaz
propio de pillo o gandul:
¿no le irá a decir Raúl:
“Comes y luego te vas?”.

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