Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2014-01-25 | 21:56:32
¿Quiénes son estas dos mujeres que hablan con gravedad, muy serias, en el locutorio del convento de la Reverberación? Mujeres más distintas que ellas será difícil encontrar. Una es Sor Bette, superiora de la orden; la otra es Facilda Lasestas, hembra que a ningún hombre le ha negado nunca un vaso de agua, pues es liviana de su cuerpo, complaciente.

En su celebrado film “El árbol de la vida”, Terrence Malick propuso una tesis filosófica. Según él cada uno de nosotros debe optar en su vida entre dos caminos radicalmente opuestos entre sí: el de la gracia o el de la naturaleza. El primero nos eleva; el otro nos degrada.
Lejos de mí la temeraria idea de contradecir al gran cineasta -¿quién soy yo para andar por ahí contradiciendo a grandes cineastas?-, pero pienso que en este mundo todo es gracia. La idea no es mía, desde luego. Es de Bernanos, quien la expuso en su bellísima novela “El cura de aldea”.

Y tampoco, para decir verdad, es suyo el pensamiento. Lo tomó de una mujer –mejor dicho de una flor- llamada Thérèse de Lisieux, a quien los católicos rendimos afectuosa devoción con el nombre de Santa Teresita del Niño Jesús. Fallecida a los 24 años de edad, su sabiduría y espiritualidad fueron tan grandes que se le designó Doctora de la Iglesia.

Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Sor Bette había elegido el camino de la gracia; Facilda, en cambio, el de la naturaleza. Mujeres hay que consiguen –bendito sea el Señor- reunir en sí esas dos vías. Ramón López Velarde, máximo poeta, alababa, sin conocerla aún, a la mujer que sería barro para su barro y azul para su cielo, o sea carne y espíritu a la vez.
El hombre que encuentre una mujer así encontró el paraíso terrenal. Ahora bien: ¿de qué hablan estas dos mujeres, la espiritual Sor Bette y la carnal Facilda? Sucede que en el pueblo había un solo cura, el Padre Incapaz, llamado así porque las hinca y ¡paz!, y Facilda incurrió con él en pecado de carnalidad. ¿A quién confesar su culpa, si no había en el pueblo otro sacerdote?
Facilda no halló mejor camino que pedirle consejo a la reverenda madre, pues estaba sinceramente arrepentida de su falta. Una cosa es pecar con un quisque cualquiera, y otra hacerlo con un ministro del Señor. (Aunque la verdad, decía en su interior Facilda, a la hora de la hora todos son iguales).
Pidió, pues, ser recibida por Sor Bette. La religiosa se sorprendió bastante: ¿por qué la requería esa mujer, cuya fama de pública llegaba a todos los confines de la circunscripción municipal? La curiosidad pudo en ella más que la prudencia, y accedió a hablar con la daifa.
La recibió, conforme a la severa regla de su orden, en compañía de otra hermana, pero escogió a Sor Dina, que no oía absolutamente nada. (Cierto día que la madre hortelana estaba indicando con las manos el tamaño de los pepinos que había cosechado, Sor Dina preguntó con interés ansioso: “¿Quién? ¿Quién?”).
Tras disculparse profusamente con la madre superiora por la molestia que causaba a “vuestra reverencia”, Facilda le confesó su mala acción: había faltado al sexto mandamiento con el cura párroco. La sor se escandalizó al oír aquello.
(Las culpas de la carne escandalizan más a las personas religiosas que los pecados del espíritu, siendo que aquéllas –la lujuria, por ejemplo- son tan endebles que basta el tiempo para acabar con ellas, en tanto que las faltas del espíritu, como la soberbia, se hacen más graves con los años).
“¡Insensata! –clamó la reverenda con voz tan fuerte que despertó a Sor Dina-. ¡Has cometido sacrilegio carnal, violatio personae, rei locive sacri per actum venereum! ¡Te aguardan penas de eternal condenación comparadas con las cuales los castigos que imaginó Alighieri son tingo lilingo!
ero dime: ¿qué recibiste del pobre señor cura, a quien seguramente tus malas artes sedujeron, pues él es hombre devoto dedicado a su sagrado ministerio? ¿Qué te dio él a cambio de la entrega de tus dudosos encantos de inverecunda pecatriz?”. Respondió Facilida, avergonzada: “Me dio mil pesos”. “¡Mil pesos! –prorrumpió Sor Bette en paroxismo de ira-. ¡Mira qué hijo de tal! ¡A nosotras nada más nos da estampitas!”…
Esta irreverente historietilla muestra que en lo espiritual hay siempre algo de carnal, y que en la carne brilla, siquiera sea tremulante, la luz radiosa del espíritu. De cielo y tierra estamos hechos. Reconocer eso es conocernos… FIN.

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