Por Catón
Columna: De política y cosas peores
La morena enlutada
2013-11-12 | 08:59:50
Eran los tiempos en que a los niños católicos se nos enseñaba a no pisar la acera de los templos protestantes. Cuando por fuerza debíamos pasar frente uno -el bautista, el presbiteriano, el metodista- nos bajábamos de la acera y caminábamos por el arroyo de la calle, aun con riesgo de los automóviles, hasta dejar atrás aquel sitio prohibido.
Algunos, más radicales, se cruzaban a la acera de enfrente. Los que aspiraban a ganar el Cielo eran más papistas que el Papa, y escupían en la acera de aquel vitando sitio. Por aquellos años todas las casas de Saltillo mostraban tres cosas en los ventanales que daban a la calle: un caracol marino -nostalgia del remoto mar que nunca se conocería-, la ollita de la leche y en el cristal de la ventana, un letrero bien visible.
El caracol servía de silencioso mensajero a los enamorados: “Si el caracol apunta al barrote noveno de la reja, es que saldré a las 9 de la noche. Si está puesto bocabajo es que hoy no podré salir”. ¡Cuántos noviazgos se trastocaron y murieron porque los muchachillos de la calle cambiaban los caracoles de lugar!
La ollita era para que el lechero dejara ahí su albo líquido (¿en qué otra forma se puede decir “leche” sin repetir el vocablo?). La ollita estaba en alto, suspendida de un gancho para protegerla de los perros y gatos callejeros. El letrero en la ventana decía: “En esta casa somos católicos. No admitimos propaganda protestante”.
Era la época en que a los católicos se nos decía que fuera de la Iglesia no había salvación. Aún se usaban las llamadas “esquelas”, pliegos mortuorios en los que se participaba la muerte de alguien. “Esqueletas” las llamó alguna vez cierta señora americana casada con uno de los Madero de Monterrey. Sin saberlo hizo una greguería que a don Ramón Gómez de la Serna le habría gustado mucho.
Aquellas esquelas -yo las recuerdo aún- eran impresionantes. De gran tamaño, iban dentro de un sobre con severa orla negra. Algún familiar o amigo de la persona muerta iba casa por casa y entregaba aquellas fúnebres misivas “en propia mano” de quienes conocieron al difunto. Invariablemente las esquelas decían que el interesado -tan desinteresado ya- había muerto “en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana”. Ahora pienso que la influencia religiosa, presente siempre en la vida cotidiana, hacía que se rindiera más culto a la muerte que a la vida.
Cuando nacía un niño a nadie se le ocurría enviar alegres pliegos coloridos anunciando la llegada de un nuevo ser al mundo. La criada de la casa, o un hermano mayor del advenido, iba con los vecinos a decirles que ya tenían un nuevo criado a quien mandar, y eso era todo. Nada de cartulinas, ni que “Nació en el seno...”, etcétera...
Lo dicho: las religiones hacen más bombo -y desde luego más platillo- con la muerte que con la vida. A lo que voy es a decir que por aquellos años se ponía en la plaza del mercado una mujer morena, muy morena, vestida siempre con ropas enlutadas, como si fuera a repartir esquelas.
Se colocaba en el ángulo noreste de la plaza, casi bajo el alto cedro que la colonia libanesa regaló a la ciudad allá en los años veintes. Ahí se estaba la mujer, de pie, hora tras hora, sin moverse del mismo sitio, sin hablar.
Vendía una revista que, nos decían nuestros padres como advirtiéndonos de un grave riesgo, era “de los aleluyas”. La mujer decía en voz baja el nombre de la publicación, como temerosa de ser oída. Su expresión era inmutable. Nadie le compraba la revista, claro. Nadie tampoco miraba a la mujer.
Los niños atisbábamos de soslayo a la enlutada, con cierto miedo, y algún señor o señora de buena sociedad se detenía frente a ella y le dirigía una mirada hostil para ganarse de ese modo un minuto de remisión en las penas que sufriría en el Purgatorio.
¿Era aquella mujer un apóstol -apóstolas no hay- de su credo? ¿Le pagaban los gringos por difundir su mensaje? Quién sabe. Pero extrañamente sigue en mi memoria aquella mujer morena y enlutada, inmóvil y silenciosa bajo el alto cedro, ahí, en la plaza del mercado. Y, no sé por qué, al recordarla llega a mí una especie de vergüenza o de remordimiento y me mira de soslayo... FIN.
MIRADOR
Armando Fuentes Aguirre
Ya no se puede decir nada de las hojas que de los árboles caen en el otoño. Ni siquiera decir: “que de los árboles caen”, en vez de decir: “que caen de los árboles” es algo nuevo.
Todo está dicho ya acerca de las hojas que caen, lo mismo en poemas que en canciones. Sería divertido que un año no cayeran, para ver entonces qué decían los poetas y los compositores.
Digamos nosotros, entonces, que las hojas caen en el otoño para en que en primavera nazcan otras hojas. Arriesguémonos a decir -también eso se ha dicho ya- que a lo mejor son las mismas hojas.
Digamos todo eso mientras nos llega el turno de caer. Y de nacer de nuevo.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
POR AFA
“Se opone AMLO a la reforma energética...”.
Y lo hace en toda forma,
con encendida pasión.
Y es que dicha oposición
es muy buena plataforma.

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