Por Catón
Columna: De política y cosas peores
El respeto al matrimonio
2013-11-10 | 09:20:38
Aquel fue un mal día para don Astasio. Desde que salió de su casa en la mañana, supo que las cosas no irían nada bien para él. En la calle vio a un perro y una perra pegados por efecto del rijo natural, y según la creencia popular eso es anuncio cierto de calamidades. (Según historiadores serios –Bugiardo, Verlogen, Pettegolo y otros-, Napoleón se topó con una pareja de canes en pegamiento al llegar a Waterloo, y ya se sabe cuál fue el final de esa célebre batalla).
En la oficina don Astasio cometió un error al sumar a lápiz dos cantidades grandes –la calculadora ya no tenía papel-, y eso hizo que su jefe, don Algón, lo reprendiera ásperamente en presencia de sus compañeros. No paró ahí la cosa.
Al término de la jornada, cuando esperaba en una esquina el autobús, le cayó en la cabeza una caca de paloma -los edificios vecinos estaban llenos de esas aves-, y la fuerte y nociva deyección le hizo en el cabello un rodete tan grande que el pobre don Astasio parecía monje tonsurado.
Sus desgracias apenas empezaban. Al llegar a su casa encontró a su mujer en apretado trance de libídine con un mozalbete en el cual don Astasio reconoció al repartidor de pizzas.
Fue al perchero donde colgaba el sombrero, el saco y la bufanda que solía usar incluso en los días de calor canicular, y luego se dirigió al chifonier en cuyo cajón guardaba una libreta que le servía para anotar vocablos denostosos con los que afrentaba a su mujer en tales ocasiones.
Últimamente había registrado los siguientes: arepera, bagasa, cantonera, chuquisa, dama del achaque, entretenida, falena, gorfa, hurgamandera, iza, jaña de ésas, leperuza, mariposilla, nachasprontas, ofrecida, peliforra, quelite, retozona, sacapuntas, taconera, del vacile y zumbidera.
De todos esos voquibles escogió uno que no había usado antes, y que le pareció sonoro y expresivo. Regresó a la alcoba y le espetó a su mujer el terminajo: “¡Peliforra!”. La palabra es castiza; aparece en el lexicón de la Academia.
“¡Ay, Astasio! –dijo con impaciencia Facilisa, que así se llama la pecadriz esposa-. ¿Ya vas a empezar con tus indirectas?”. El mozallón, por su parte, solicitó con mucha cortesía: “Por favor, señor, no me la distraiga, que debo acabar pronto esta entrega para seguir con otras”.
Lo apostrofó, molesto, don Astasio: “Carece usted de verecundia, jovenzuelo. Presentaré una queja en la pizzería”. “Le ruego que no lo haga, caballero -suplicó el repartidor muy asustado-. Ya se han quejado de mí por esto mismo 72 maridos.
Una queja más podría hacer que perdiera mi trabajo. Tengo a mi madre enferma y a una hermana estudiando corte y confección de ropa”. “Que eso le valga, zascandil –repuso don Astasio, que además de mucho vocabulario tenía un buen corazón-.
Debería usted ejercitar la virtud de la prudencia, sobre todo si su santa madre y su hermanita dependen de sus ingresos”. “Y yo dependo de sus egresos –le dijo doña Facilisa a su marido-. Lo que podemos hacer es que el muchacho venga más temprano, cuando tú todavía no llegues del trabajo”.
“El problema, señora -razonó el repartidor-, es que no siempre las pizzas están listas a esa hora, sobre todo la de salami y la de anchoas. Pero, en fin, se hará lo que se pueda”. “El que hace lo que puede hace lo que debe –moralizó don Astasio-.
Vaya usted a cumplir con su tarea, joven imberbe, y que lo sucedido le sirva de lección”. Salió, contrito, el visitante, no sin antes tomar la siguiente orden de doña Facilisa, y ésta procedió a vestirse mientras su esposo tachaba en la libretita la palabra que en esa ocasión había usado, “peliforra”, para no exponerse a repetirla.
Cuando su mujer estuvo ya decente le preguntó don Astasio: “¿Qué hay de cenar?”. “Pizza –declaró ella-. De cebolla”. Consideró el esposo que después de aquel penoso incidente eso de comer pizza -sobre todo si era de cebolla- lesionaba en alguna forma su dignidad.
De modo que le informó a doña Facilisa que él cenaría solamente un poco de cereal con un té de manzanilla y unas galletas de avena, y que luego se pondría a ordenar su colección de estampillas postales. Con eso, pensaba, se le recogería la bilis.
En cambio la esposa cenó cumplidamente: se despachó ella sola toda la pizza, y en seguida se puso a jugar Candy Crush, el segundo juego que le gustaba más.
Afuera la ciudad iba sosegando poco a poco su trajín y se disponía a dormir. ¡Caramba, qué bonito es el matrimonio, y cómo contrastan su paz y su sosiego con el desorden que reina ahí donde esa institución no es respetada!... FIN.

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