Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-12-13 | 21:51:31
Un tipo le contó a otro: “Aunque no me lo creas me pasé 12 años sin tocar una mujer y sin probar una gota de alcohol”. “¿De veras?” –se asombró el otro. “Sí –confirma el tipo-. Pero me desquité en el fiestón que me organizó mi papá cuando llegué a los 13 años de edad”…
El famoso torero era ya añoso, y había perdido muchas de sus facultades, a pesar de lo cual seguía toreando. En la corrida de feria recibió una cornada de pronóstico reservado. Su hijo, muchacho tonto, le preguntó en la clínica: “¿Por qué le pasó esto, padre?”. “Hijo –respondió con molestia el diestro-; incurrí en el mismo error que cometí la vez que hice el amor con tu madre cuando ella te concibió: no me retiré a tiempo”…
En aquel pequeño pueblo la leche se llevaba todavía a domicilio. El lechero les comentó a sus amigos: “El problema del desempleo me está perjudicando mucho”. Inquirió uno: “¿Vendes ahora menos leche?”. “No –respondió el lechero-. Pero ahora más maridos están en su casa”…
Inventé una dieta que soy el primero en no seguir. Lo muestra mi ventripotencia, la cual inútilmente trato de justificar diciendo que lo que tengo no es barriga, sino callo sexual. La dieta, ya se sabe, es un difícil ejercicio: dejas de comer comida y empiezas a comer calorías. La inventada por mí tiene expresivo nombre: se llama Dieta Argh.
Tal denominación es un acrónimo formado con la primera letra de las palabras que designan a los alimentos prohibidos: azúcares, refrescos, grasas y harinas.
Yo digo que en esta temporada, la de Navidad y Año Nuevo, es gran pecado no caer en el de gula. Circula por la red un mensaje muy simpático en el cual el yogurt, la granola, el pepino, la jícama y otros elementos dietéticos se despiden hasta el 7 de enero.
Durante su receso, informan, serán sustituidos por el pavo, los tamalitos, los buñuelos y demás sabrosísimos manjares propios de estos días. Hallo mucho sentido en ese aviso. En lo que no hallo ninguno es en la iniciativa tendiente a imponer un oneroso gravamen a los refrescos embotellados, como medio para disminuir su consumo y reducir así la obesidad del pueblo mexicano.
¿Acaso se impondrá también ese tributo al pan y a la tortilla, que también engordan a quienes los consumen? En esto de los impuestos se ha de tener mucho cuidado. Conozco a un empresario de la construcción que tiene a su cargo más de 600 albañiles.
Me dijo que a su personal no le importa que suba el precio del pan, la leche, las tortillas y otros alimentos de la canasta básica. Ah, pero que no se eleve el costo de los refrescos, porque inmediatamente los trabajadores le piden un aumento de sueldo que compense tal elevación.
A muchos mexicanos los refrescos les proporcionan, si no sana alimentación, sí la energía rápida que necesitan para su trabajo. Son pues, para ellos, algo que forma parte de su dieta básica. Eso se prueba con la estadística según la cual México es el mayor consumidor de refrescos –particularmente de Coca-Cola-en el planeta.
Lo único que se lograría con aquel impuesto sería afectar gravemente la economía popular. Mejor sería llevar a cabo una campaña de orientación tendiente a hacer notar los riesgos –reales, por lo demás- de consumir esos refrescos. Lo otro es tratar de resolver en forma simplista un problema complejo…
El antropófago visitante les dijo a sus amigos: “Vi anoche una mujer. Le falta un brazo y una pierna, pero ¡qué cuerpazo!”. “¡Psst! –le impusieron silencio con alarma los demás caníbales-. No hables tan alto. ¡Ésa es la vieja que se está comiendo el jefe!”…
Simpliciano, joven candoroso, contrajo matrimonio. A los tres meses su esposa dio a luz un robusto bebé de 4 kilos. Simpliciano le dijo, receloso: “Según entiendo los bebés llegan a los nueve meses”. Le dice la mujer: “¡Anda, qué iba a saber el bebé cuándo debía llegar!”…
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió a Dulciflor, muchacha ingenua, que le ofrendara su más íntimo tesoro. Ella sabía bien de qué tesoro se trataba, pero lo tenía bien guardado para entregarlo en el tálamo nupcial al hombre a quien daría el dulcísimo título de esposo.
Afrodisio porfió en su pedimento, y ella no rindió la plaza. Le dijo al tozudo galán: “No puedo abrirte la puerta de mi cuerpo: es un templo sagrado”. “Entiendo –trató de razonar Pitongo-. Pero podría entrar por la sacristía”… FIN.
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