Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-11-27 | 21:30:11
Babalucas se inscribió en un club nudista. Al entrar le preguntó el portero: “¿Es un nuevo miembro?”. “No –respondió Babalucas-. Es el mismo”… Una chica del talón y un psiquiatra tuvieron trato de fornicio en un motel. Cuando terminó el trance los dos dijeron al mismo tiempo: “Son mil pesos”… Don Algón le dio a Susiflor el puesto que deseaba, y a cambio de eso la linda muchacha le dio al salaz ejecutivo lo que deseaba él. Los opimos encantos de la chica hicieron que de nuevo se encendiera en don Algón la llama del deseo, de modo que que le dijo a Susiflor: “¿No quieres optar de una  vez a un aumento de sueldo?”… Se reunió ayer el grupo de doctos varones y sapientes damas a quienes pedí consejo sobre si debo publicar o no el próximo viernes el tremendo epigrama que se le ocurrió a la prima Celia Rima, en el cual hace, en cuatro versos, el balance de los sexenios de Fox y Calderón. Los votos se dividieron: ellas opinaron que sí; ellos que no. Seguirán deliberando, y seguiré en espera de su decisión… Yo vivo dentro de una biblioteca que tiene además algunos cuartos que se llaman casa. En mi biblioteca hay dos letreros. El primero, hecho en broma, dice así: “No presto libros. Esta biblioteca está hecha con libros que me han prestado a mí”. El otro, muy en serio, lleva una frase de Vicente Espinel, magnífico español del Siglo de Oro a quien debemos, a más de su estupenda “Vida del escudero Marcos de Obregón”, la quinta cuerda que tiene la guitarra, y esa forma literaria tan difícil como el soneto, la décima, que por él es conocida también como “espinela”. Aquella frase que digo dice así: “Los libros hacen libre a quien los quiere bien”. Los he querido siempre, y ellos me hicieron, en efecto, libre. Libre para ser –y para no ser-; libre para ir y venir; libre para pensar. Libre, en fin, para vivir. Entre mis libros hay unos a los que miro como se mira a un ser amado. Son los de la Colección Austral, una de las más prestigiosas editoriales en los países de habla hispana. Sus bellos volúmenes me acompañaron en tiempos de mi primera juventud. Estudiante pobre en la ciudad de México, más de una vez me privé de comer durante todo un día para poder comprar con el dinero destinado a la pitanza uno de aquellos libros preciosísimos. Hermosa locura es la de los libros. Pues bien: ni loco habría podido yo imaginar entonces que un libro escrito por mí aparecería en la Colección Austral. “De abuelitas, abuelitos y otros ángeles benditos”, el libro que, dicen mis amigos de Planeta, se ha convertido ya en un clásico, mereció el honor de ser incorporado a aquella insigne colección. Pequeña se verá esa obra mía al lado de la de grandes escritores mexicanos que en ella vieron publicados sus trabajos: Alfonso Reyes; Ermilo Abreu Gómez; mis ilustrísimos paisanos saltillenses Carlos Pereyra y Artemio de Valle Arizpe, entre otros. Infinitas gracias doy al cielo, y también a José Callafel, Gabriel Sandoval, Daniel Mesino, y todos los queridísimos amigos del Grupo Editorial Planeta, por ese don de vida que me hicieron. Ellos me han convertido en escritor de cuerpo presente en las mejores librerías de México, y ahora también de España y de ese vasto continente que muchos llaman todavía la América Española. No lo merezco, por eso estoy aún más agradecido con ellos y con mis cuatro lectores, vale decir contigo… Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a visitar a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella, que vivía en el otro extremo de la ciudad. Para ir allá hubo de viajar de pie en un atestado autobús lleno de hombres. Cuando llegó a la casa de su amiga ésta le preguntó: “¿Te viniste en el autobús?”. “Sí –respondió la señorita Himenia-. Pero lo hice aparecer como un ataque de asma”. (No le entendí)… El ardiente galán le pedía a su dulcinea la dación de su más íntimo tesoro. Ella trataba de sofrenar los vehementes impulsos de su futuro esposo. “Nos vamos a casar dentro de un mes -le dijo-. ¿Acaso no puedes aguantar la espera?”. Repuso él: “Se me va a hacer muy larga”. Ella abrió los ojos, asombrada.  “¿De veras? -exclamó con vivísimo interés-. ¡Pues razón de más para esperar!”. (Tampoco le entendí)… FIN.
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