Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2012-11-17 | 21:19:01
“¡Es cierto! ¡Es cierto!” -exclamó el desposado al tiempo que caía de espaldas,  exhausto, en el tálamo nupcial. “¿Qué es cierto?” –le preguntó con extrañeza su flamante mujercita. Responde con débil voz el novio: “Que toda tu vida pasa ante tus ojos cuando lo haces por cuarta vez”... Un hombre bebía triste y solitario en la barra de la cantina. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, le preguntó: “¿Qué le sucede, amigo?”. Respondió el otro: “Acabo de sufrir una tremenda decepción con mi novia”. “Lo siento mucho –se condolió el del bar-. ¿Qué sucedió?”. Relató el individuo: “Esta noche le iba a pedir que se casara conmigo. Antes de hacerlo, sin embargo, le pregunté cuántos hombres había habido en su vida. Ella me dijo que podía contarlos con los dedos de una mano. Me tranquilicé. Pensé que después de todo no eran muchos. Pero algo me hizo preguntarle con cuántos dedos los podía contar. Y me contestó: ‘Con los que se necesitan para operar una calculadora’”… Bustolina Grandchichier, joven mujer de mucha pechonalidad, iba en el atestado elevador. Un maduro caballero se volvió hacia ella y le dijo con enojo: “Señorita: va usted empujándome continuamente. Deje de hacerlo”. “No lo voy empujando, señor –se defendió ella-. Voy respirando”... “Claro que quiero casarme contigo, Dulciflor –le aseguró Mercuriano a la linda muchacha -. Pero debes tomar en cuenta que soy jefe de compras, y antes de adquirir algo siempre pido una muestra”. “Muestra no te puedo dar –replicó Dulciflor con naturalidad-. Pero referencias te puedo ofrecer muchas”... Un marinero decidió que ya era tiempo de sentar cabeza y buscarse una esposa. Quería como compañera de su vida a una doncella que jamás hubiera tenido relación con marineros, pues las que trataban con ellos indefectiblemente perdían, entre otras cosas, su virtud. Finalmente halló a una con traza de cándida e ingenua que le dijo que nunca había conocido un marinero ni sabía nada de cosas de barcos o de navegación. La llevó, pues, al altar. Al llegar al hotel donde iban a pasar la noche de bodas la muchacha se plantó al pie de la cama y le preguntó con tono desenvuelto: “¿Qué banda prefieres, guapo? ¿Babor o estribor?”. (Ingrata sorpresa. Seguramente al desolado nauta se le abatió la entena de proa)… La guapa optometrista, joven mujer de abundoso caderamen, examinaba a n ancianito antes de prescribirle nuevos lentes. Para eso le pidió que leyera la carta de letras que tenía en la pared. Empezó el viejecito: “S... P... W... M... K...”. En ese momento el papel se desprendió de la pared y cayó al suelo. Se inclinó la optometrista para recogerlo. Y dijo el viejecito: “O mayúscula”... El agente viajero gustaba de la música, y llevaba consigo siempre una ocarina, especie de flauta en la cual tocaba hermosas melodías como aquella que dice: “Will you love in December as you do in May” y otras igualmente ensoñadoras. Cierto día la señora de la casa de huéspedes donde se asistía le preguntó: “¿Qué hizo usted anoche, Leovigildo?”. Contesta el vendedor: “Estuve tocando mi ocarina, señora”. “Ya entiendo –respondió con sequedad la doña-. Entonces lávese las manos antes de venir a desayunar”... Babalucas era dueño de una mueblería, e hizo un viaje a París a fin de conocer lo que se hacía en Francia en el ramo de los muebles. Cuando regresó le dijo a un amigo: “Vengo sorprendido de lo inteligentes que son las francesas. Conocí a una en un bar. Como no hablo nada de francés, ni ella hablaba español, le dibujé una copa a fin de darle a entender que la invitaba a tomar una. Ella movió la cabeza para decir que sí. Bebimos la copa, y luego le dibujé un plato con comida para invitarla a cenar. Ella aceptó también. Después de cenar me preguntó si era mueblero”. El amigo se sorprendió: “¿No me dijiste que ni tú hablas francés ni ella hablaba español? ¿Cómo te preguntó, entonces, si eras mueblero?”. Respondió Babalucas: “Me dibujó una cama con un signo de interrogación”... Un tipo y una tipa acordaron ir a un motel. En el trayecto él no dijo una sola palabra, y tampoco habló cuando llegaron a la habitación. En el más absoluto silencio empezó a desvestirse. Le preguntó la mujer: “¿Por qué no hablas?”. Contestó el sujeto: “No necesito hablar. Todo lo que tengo qué decir lo digo con esto”. Y al decir eso se señaló la entrepierna. “Ya veo –replicó ella dirigiendo la mirada a esa región-. Y no eres hombre de muchas palabras ¿verdad?”. (No le entendí)… FIN.

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