Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2013-11-19 | 09:44:24
Este relato podría llamarse “El último amor de Simon Bolivar”. No pongo acentos en el nombre por lo que luego se verá, y también para acentuar el hecho de que el último amor es como el primero, del mismo modo que el primero parece que va a ser el último. Empiezo la narración. Simon Bolivar, obvio, es un hombre de guerra.
No está ahora en el frente de batalla: se encuentra en un puesto remoto de gran importancia militar situado muy al norte. Con sus hombres sufre el intenso frío del invierno. Pero es fuerte Bolivar, y gusta de hacer demostraciones de su fortaleza: mientras los soldados se pasan las horas muertas –después ellos serán los muertos- en el campamento, tiritando frente al fuego, él anda en mangas de camisa.
Si una gélida lluvia lo ha mojado, deja que la ropa se le seque en el cuerpo. Dice que ese es el mejor modo de no enfermar de fiebre. Hace unos días Bolivar fue atacado por un oso. Lo esperó a pie firme, y cuando el animal se irguió para lanzarse sobre él le hundió en el corazón la bayoneta de su rifle. Hizo curtir su piel, y ahora la usa de cobija, no por el frío sino por el orgullo.
Luego sucedió otra cosa que rompió la implacable rutina de la guerra. Una compañía de artistas fue llevada al lejano campamento a fin de divertir por algunas horas a los soldados. En el grupo venía una joven muy bella, dueña de expresivo rostro y de unos ojos que decían más que sus labios. Al terminar la función Bolivar se acercó a la muchacha y la invitó a tomar un café.
Charlaron, y una llama pareció surgir entre ellos, más cálida que las del campamento. Pero al siguiente día ella tuvo que irse. Y él se quedó, naturalmente. Ni ella ni él sabían que no se volverían a ver jamás. Bolivar le escribió una carta. Tenía la absoluta certidumbre de que ella no le contestaría.
¡La vida de las artistas es tan ocupada! Además sólo se habían visto una vez, y hablaron apenas media hora. Pero le escribió aquella carta en que le contaba las pequeñas cosas de su vida militar. No siquiera le dijo que se sentía solo. Quería nada más que la muchacha supiera que con su pura presencia le había dado la media hora más bella de su vida.
Un mes después, para sorpresa de Bolivar, llegó la contestación. En su carta ella le decía que lo recordaba con afecto, y le pedía que le siguiera escribiendo. Él lo hizo. Así empezó un intercambio de misivas. Se contaban su vida el uno al otro; hacían planes para encontrarse cuando la guerra terminara.
La correspondencia se hizo cada día más frecuente; llegó a ser cotidiana. Ninguno de los dos concluía la jornada sin escribirle al otro la esperada carta. Ella le hablaba de su trabajo: “...
Tomo lecciones de canto y de baile. Aprendo canciones y danzas folklóricas de mi país, y toco el piano con persistencia que ya desespera a mis vecinos...”.
Por su parte él le describía lo monótono de la vida en aquel alejado campamento: “... El frío aprieta; siempre ando calado hasta los huesos. Por fortuna pronto iremos a un lugar más cálido...”.
A ese lugar fue, en efecto, con sus hombres. Aquel lugar más cálido se llamaba Okinawa. Ahí, el 18 de junio de 1944, el general Simon Bolivar Buckner, comandante del Décimo Ejército de los Estados Unidos, fue muerto por una granada japonesa. Cuando la muchacha recibió el aviso de su muerte lloró días enteros.
“Estaba dispuesta a amarlo cuando volviera de la guerra -le contó a una amiga-. Y estoy segura de que él me amaba ya. Jamás me lo dijo en sus cartas, pero yo lo sabía”. Esa muchacha se llamaba Ingrid Bergman, uno de los rostros más bellos en la historia del cine, inmortal como las diosas. El último amor de Simon Bolivar… Simon Bolivar Buckner...
Su padre, estudioso de la historia de América, lo bautizó con ese nombre porque admiraba al héroe que murió pensando que había arado en el mar. Bolívar –ahora sí con acento-tenía razón. En las cosas más importantes de la vida, el amor, por ejemplo, es muy difícil no arar en el mar. Se me dirá que ésta que he narrado es la historia de un amor imposible. Quizá. Pero mientras más imposible es un amor es más amor… FIN.

Mirador
Por Armando Fuentes Aguirre
Aquel espejo vivía convencido de que las cosas existían sólo porque él las reflejaba.
Se daba mucha importancia, por lo tanto. Pensaba que el mundo le debía la vida.
Cierto día un muchachillo de la calle tiró una piedra y quebró el espejo. Para sorpresa de éste las cosas siguieron existiendo. Caído en el suelo, roto en mil pedazos –así se debe decir, “en mil pedazos”, ni uno más, ni uno menos- el espejo supo al fin que el mundo era el mundo aun sin él.
La verdad es que el mundo existe sin espejos. Quiero decir que existe sin nosotros. Sin yo, sin tú, sin él, sin nosotros, sin vosotros y sin ellos.
¡Hasta mañana!...

Manganitas
AFA
“… La CNTE seguirá manifestándose…”.
Ese grupo sin razón
continuará sus plantones
pues de ellos saca millones.
(Eso se llama extorsión).

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