Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2013-12-10 | 09:56:33
No sé si este relato sea erótico o sea histórico. Ojalá no sea esto último, pues eso le quitaría interés. En aras de la objetividad a que está obligado el escritor trataré de narrarlo imparcialmente, por más que la objetividad estorba mucho cuando se trata de conseguir algún efecto literario. Va, entonces, el relato, cargado tanto de erotismo como de historicidad…
Eran tiempos de la revolución. De la revolución constitucionalista. Aquel hombre y aquella mujer se conocieron en Piedras Negras, entraron en amores y juntos los dos, sin matrimonio que los obligara, se fueron de esa ciudad hacia Torreón. Empezaron a vivir la vida azarosa de “la bola”.
La mujer seguía al hombre a todos lados: estaba con él en los cuarteles; lo esperaba cuando la tropa salía a combatir; se acostaba a su lado y hacía el amor con él en malos hoteluchos o en el vivac, sobre la tierra y bajo el cielo. Eran tiempos de revolución. De la revolución constitucionalista…
Cierto día viajaban en tren por una llanura del noroeste. De Coahuila habían ido a Chihuahua, y ahora se dirigían a Sonora. La tropa se apiñaba en el tren; había gente hasta en el techo. Sentados al lado de una ventanilla el hombre y la mujer veían pasar el monótono paisaje. Parecía que en toda la extensión había un solo cactus, una sola cerca de alambre, un solo poste de telégrafo. Todo se repetía hasta el cansancio. De súbito aquella árida visión se enriqueció.
En la ventanilla apareció un par de bien torneadas piernas de mujer. Pertenecían a una soldadera que viajaba en el techo del vagón. El hombre se excitó a la vista de aquellas mórbidas redondeces. Sin medias, la desnudez de las carnes morenas era realmente apetecible.
“¿Te gusta lo que ves?” -le preguntó la mujer a su hombre. Vaciló él al contestar, pero al fino lo hizo: “La verdad, sí”. “Claro -aceptó la muchacha-. Eres hombre; te tiene que gustar. Yo sé de quién son esas piernas. Hace rato me asomé por la ventana y platiqué con la dueña. Es mi amiga; nos conocemos bien”.
Y añadió después de una pausa mirando fijamente al hombre: “Si se te antoja te la puedo conseguir”. El hombre se asombró. Su compañera hablaba con toda naturalidad, como si tratara de algo sin importancia. “¿Qué dices? –preguntó, cauteloso. “Lo que oíste -replicó ella-. Si quieres, llegando a Hermosillo puedo hacer que pases un buen rato con ésa”.
“Bueno” -dijo él. No quería aparecer como poco hombre. Después de todo eran tiempos de revolución, y él era revolucionario. Y constitucionalista, además…
Tal como se dijo se hizo. Al día siguiente de la llegada a Hermosillo la mujer le informó al hombre: “Ya está listo tu asunto. Ella te esperará en el hotel de la estación a las 4 de la tarde. A esa hora su amigo tiene guardia en el cuartel”. Y se hizo tal como se dijo. A la hora dicha, con puntualidad de misa o de corrida de toros, el hombre se encontró con la hermosa soldadera en aquel hotel de mala muerte que para él fue de buena vida.
Aquella tarde corrió el mejor de los caminos, montado, si no en potra de nácar, sí en yegua alazana de carnes duras y morenas. Por la noche se reunió otra vez con su compañera. No se atrevía a hablarle. Sentía algo parecido a la vergüenza. Pero ella habló primero. “¿Cómo te fue?”.
“Bien” –respondió él, vacilante. Preguntó la mujer: “¿Estaba buena la prieta?”. “Sí”. Y entonces dijo ella: “El prieto también”. “¿Qué dices?” –se sobresaltó el militar. “Que el prieto también estaba bueno. Mientras tú estabas con esa mujer yo estaba con su hombre. También pasamos un buen rato juntos.
Desde que lo vi en Torreón me gustó. Tú me celas siempre; no me dejas sola ni un momento. Algo tenía que hacer para gozarlo”. El hombre iba a enfurecerse, pero no se enfureció. Después de todo eran tiempos de revolución. Y él era revolucionario. Y constitucionalista…
Muchos piensan que eso de la liberación femenina es cosa de este tiempo. Yo digo que es cosa de todos los tiempos. Y cosa de todas las mujeres, aunque los pobrecitos hombres no nos hayamos dado cuenta todavía… FIN.

mirador
armando fuentes aguirre
Yo nunca hablo de mis caídas. Si hablara de ellas no acabaría de hablar. Pero la leña arde en el fogón de la cocina en el Potrero, y las llamas –no sé por qué; sí sé por qué- incitan a la confesión. Además don Abundio y yo hemos bebido algunas copas de mezcal de la Laguna de Sánchez, y eso no sólo incita a la confesión: la obliga.
-Fíjese, don Abundio –le cuento-, que di una conferencia en León. Al subir al foro tropecé y caí. Eso me avergonzó bastante, sobre todo porque entre el público estaban dos nietos míos, José Pablo y Alejandro, y vieron cómo caía su abuelo.
Don Abundio da un trago a su mezcal y me pregunta:
-¿Y se levantó usted, licenciado?
-Claro que me levanté.
-Entonces –dice el viejo- como si no se hubiera caído.
Pongo esto aquí para que lo lean mis nietos. El que cae y se levanta no ha caído. Sólo cae el que no se levanta después de la caída.
¡Hasta mañana!...
manganitas
por afa
“…Reforma energética…”.
Una señora decía
con acento muy sentido:
“Reformen a mi marido.
Le falta mucha energía”.

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