Por Catón
Columna: DE POLÍTICA Y COSAS PEORES.
2012-12-20 | 21:18:41
Confieso sin rubores que me inquieté bastante cuando oí decir que el mundo se acabará hoy. Sucede que un amigo me debe 80 pesos, y prometió pagármelos a más tardar el 22 de este mes. Pensé que aprovechando el fin del mundo se iría sin satisfacer la deuda, y eso me preocupó en verdad. Pero no se va a acabar el mundo. Nosotros nos lo acabaremos, sí; pero aunque estamos trabajando activamente en eso, a nuestro planeta le queda todavía un buen tiempo de vida. Lo sé porque hay muchos niños, y cada niño es una promesa que hace Dios de que la vida seguirá. No es la primera vez que escucho hablar del fin del mundo. Tendría yo 7 años de edad cuando corrió el rumor de que iba a llegar ya fin de los tiempos. ¿Cómo era posible eso, me indigné, si estaban dando en la matiné del Cinema Palacio los episodios de “La Invasión de Mongo”, y faltaban aún dos para que la serie terminara? Si el fin del mundo era cosa del demonio, santo y bueno: ya sabemos cómo se las gasta el diablo. Pero si ese acabamiento obedecía a un mandato divino, que Diosito mostrara más seriedad, por favor, y no destruyera en un solo día lo que en siete había creado. El mundo no se acabó, por buena suerte. Terminó “La Invasión de Mongo”, y a esa serie planetaria siguió otra de aventuras en el campo mexicano: “Las Calaveras del Terror”. Pocos años después cundió un nuevo rumor. Se dijo que las tinieblas caerían sobre el mundo; una terrible oscuridad se abatiría sobre los seres y las cosas por causa de los pecados de los hombres. (Dijeron las mujeres: “¿Ya lo ven?”). Sólo quien tuviera en su casa una vela bendita podría poner en ella algo de luz, y eso si tenía también una caja de cerillos igualmente bendecidos, pues si no lo estaban no encenderían. Hicieron su agosto las fábricas de velas y veladoras y la insigne fábrica de “La Central”, que ponía en sus cajitas de cerillos obras maestras del pintura universal. Medraron también los señores curas que bendijeron las candelas y los fósfores y percibieron por ello el modestísimo estipendio de los agradecidos y temerosos feligreses. No faltaron las lenguas vespertinas –así dijo una señora por decir “viperinas”- que propalaron la especiosa especie de que habían sido los mismos eclesiásticos quienes echaron a correr ese rumor. ¡Ah, la maldad humana! Pero llegó la fecha en que caería sobre el mundo aquella noche oscura, y otra vez nada sucedió. Los focos no se apagaron en las casas, pues las plantas de luz siguieron funcionando, entre ellas la de Sabinas, en mi natal Coahuila, cercana a la zona de tolerancia de la ciudad. El ruido de sus motores se oía como un vago zumbar en ese sitio de pecado, que por eso se llamó “el zumbido”, ilustre nombre que luego se trasmitió a todas las zonas rojas del país. Pero veo que me aparto del tema. Vuelvo a él. No pasaron muchos años sin que se oyera de nueva cuenta hablar del inminente fin del mundo. Un padrecito de Guadalajara se alarmó mucho al oír eso, y fue con un colega suyo a confesarse. Hizo confesión general de sus pecados. Ninguno omitió, ni los de mayor peso, pues quería reconciliar su alma con el Divino Salvador. Y otra vez lo mismo: llegó la fecha señalada y el mundo siguió su marcha impertérrito, impávido e incólume. Y decía aquel buen sacerdote con encendido enojo: “Estamos jodidos. Todo pasa: va uno y se desprestigia todo ¡y el mundo ni se acaba!”. Tampoco se acabará esta vez. ¿Cómo puede acabarse, si viene ya la Navidad, y con ella el pavo, los tamalitos, los buñuelos, el bacalao, los romeritos y todos los buenos beberes que sirven de gustoso acompañamiento a esos manjares? Por eso yo no me encerraré a rezar; ni haré confesión de mis pecados –quienes me los deben perdonar ya los conocen-; ni me sentaré en posición de flor de loto a meditar; ni subiré a una pirámide a contemplar el último y definitivo Apocalipsis. Haré lo que Pascal: estaba jugando una partida de ajedrez, y alguien le preguntó qué haría si le dijeran que dentro de una hora se iba a acabar el mundo. Respondió: “Seguiría jugando esta partida”. Yo seguiré la sabrosísimo rutina cotidiana, y si alguien viene a decirme: “¿Cómo es que estás escribiendo, si hoy se va a acabar el mundo?”, le contestaré con una sonora trompetilla -¡Ptrrrrrrrr!- y le diré que se vaya a freír hongos con su danza macabra y su Dies Irae. Después seguiré haciendo lo que sé hacer mejor: vivir. El mundo continuará girando, hermosa canica azul, por la infinitud del universo. A pesar de la estupidez humana tenemos mundo para rato. Gaudeamus igitur… FIN.
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