Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
2012-12-19 | 21:41:10
Esta columnejilla empieza hoy con un cuento pelandusco. Las personas que no gusten de leer cuentos pelanduscos harían bien en suspender aquí mismo la lectura… Una guapa mujer entró en el consultorio del dentista y sin decir palabra empezó a desvestirse. “Señora –le dijo el odontólogo, desconcertado-. Creo que sufre usted una equivocación. El consultorio del ginecólogo está en el otro piso”. “No sufro ninguna equivocación –repuso la mujer-. Usted le puso ayer a mi marido una nueva dentadura. Vengo a que me la quite”. (No le entendí)… Babalucas y su mujer fueron a una playa, y por primera vez vieron el mar. “¡Caramba! –exclamó ella con admiración-. ¿Habías visto alguna vez tanta agua?”. “Nunca –respondió el tonto roque-. Y entiendo que abajo hay más”… Casó Simpliciano, joven inocente, con Pirulina, una chica bastante sabidora. Al empezar la noche nupcial él la tomó por los hombros –a Pirulina, no a la noche nupcial- y le preguntó, severo: “¿Soy yo el primer hombre que ha hecho el amor contigo?”. “Es muy posible –respondió ella-. ¿Estuviste en Acapulco la noche del 22 al 23 de enero de 1991?”… Me río para mis adentros -y para mis afueras también- cuando alguien dice que ya perdió la fe en el hombre. ¡Pero si todos los días y a todas horas estamos haciendo un acto de fe en la humanidad! Subo a un elevador porque tengo fe en quien lo hicieron y en quienes lo instalaron, y sé que no me desplomaré desde el piso 34. Atravieso bajo el semáforo en luz verde porque tengo fe en los otros conductores, y creo que detendrán su marcha en el semáforo en rojo. Voy con el médico porque tengo fe en él, y pienso que su ciencia y sus cuidados me devolverán la salud. Me subo a un jet porque tengo fe en el piloto, en quienes revisaron el avión y en el controlador de vuelos, y sé que llegaré sano y salvo a mi destino (quizá a mi maleta no). Abro una lata de atún y disfruto su contenido porque tengo fe en quienes la hicieron y sé que no voy a morir en medio de horribles convulsiones intoxicado por haber comido de ella. (Nota de la redacción: Le preguntamos a nuestro amable colaborador si también tiene fe en los diputados, y respondió declarando su confianza en los plomeros, los carpinteros, los meseros, los botones de hotel, los limpiadores de cristales, los mecánicos, los zapateros, los sastres y los fabricantes de plastilina verde, pero de los diputados no dijo nada. Respetamos su silencio). La verdad es que sin fe en el prójimo no podríamos vivir. Cada hijo de vecino andaría como el Ánima de Sayula, receloso y confundido, desconfiando hasta de su sombra. Razones sobradas hay en estos días para dudar de todos y de todo. Pero si bien la duda es una útil herramienta del conocimiento, en la vida no sirve para nada. El Papa Benedicto, a quien admiro tanto porque rehúye toda admiración, ha declarado el 2013 “Año de la Fe”. Supongo que se refiere a la fe en Dios y familia que lo acompaña. Tengo esa fe, y la atesoro como uno de los mejores dones de la vida. Me sirve mucho en los momentos de tribulación. Pero también tengo fe en la gente, en mi prójimo; en el futuro de nuestro país y en mi bicicleta. Esto que digo no es puro blablablá: es instinto de conservación. Sin los demás la vida no es posible. Ya no puede haber un Robinson (y en caso de que lo haya tendrá brazo de tenista sin practicar el juego). Dependemos unos de otros -y viceversa-. La fe es entonces auxiliar valioso para vivir con plenitud. Cuesta más trabajo vivir sin fe que con ella. El niño tiene fe en su padre, por eso salta de lo alto del sillón hacia sus brazos: sabe que lo recibirá en ellos y no lo dejará caer. Con esa misma sabiduría de fe deberíamos ir nosotros por el camino de la vida. La gozaríamos más, y tendríamos menos úlceras y menos depresiones. Ah, se me olvidaba: tengamos fe en que el mundo no se acabará mañana… Un sujeto llegó a su casa y no encontró a su esposa en ella. Inútilmente la esperó toda la noche, y todo el día siguiente. Salió entonces a buscarla. En todas partes la buscó, y su búsqueda resultó infructuosa. Regresó a su casa, y halló a su mujer en la cocina. La señora estaba devorando una gran olla de espagueti, media docena de hot dogs, dos pizzas de tamaño familiar y 16 tacos de pollo. “¿Qué te sucedió, Gárgola?” –le preguntó lleno de angustia. Relató ella sin dejar de comer: “Cuatro individuos me raptaron y me sometieron durante una semana a toda suerte de abusos fornicarios”. “¿Una semana? –se sorprendió el marido-. ¡Solamente has faltado dos días a la casa!”. “Sí –respondió la señora-. Pero vine nada más a recuperar las fuerzas”… FIN.
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