Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Naciones civilizadas
2015-07-17 | 09:48:36

Don Valetu di Nario, senescente caballero, casó con Pomponona, mujer en flor de edad. Sabedor que de la noche de las bodas lo aguardaba un compromiso grande, el maduro galán bebió la víspera del desposorio un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo, taumaturgo líquido capaz de poner viripotencia aun en el varón más exangüe y escuchimizado. Empezó el trance nupcial, y don Valetu se dio a ver al natural ante su flamante mujercita. “¡Caramba! -exclamó ella arrobada-. ¡Pensé que tendrías esa parte en vías de extinción, y resulta que la tienes en vías de extensión!”. (No le entendí)...

Babalucas invitó a cenar a Rosibel, y le pidió que escogiera el restaurante donde cenarían. Ella seleccionó el más caro. Ya en la elegante mesa dijo Babalucas con aires de gran mundo: “Escogiste precisamente el lugar que yo habría sugerido. Este es el sitio exacto para un hombre como yo, gourmet y gourmand, entendido en cosas del buen comer y el buen beber”. “Excelente -contestó Rosibel al tiempo que revisaba el menú-. ¿Te gustaría que empezáramos con un coctel de abulón?”. “Yo paso -respondió Babalucas-. No bebo”.

En tiempos de Porfirio Díaz nuestro país era uno de los que gozaban de mayor prestigio en lo que entonces se llamaba “el concierto de las naciones civilizadas”.

El peso mexicano tenía solidez, y se aceptaba en todo el mundo junto con el dólar americano, la libra esterlina, el marco alemán y otras monedas igualmente firmes. Se hablaba con admiración del progreso de México, y su presidente era universalmente respetado.

Cien años se acaban de cumplir de la muerte de don Porfirio, y me da miedo comparar el México de su tiempo con el de ahora.

Tendríamos que preguntarnos cuál ha sido el fruto de los gobiernos emanados de la Revolución. A lo mejor habría que repetir la dolorida frase que -se cuenta en círculo de la familia- le espetó a don Francisco I. Madero la anciana criada de su padre don Evaristo: “¡Ay, Panchito! ¡No supites lo que hicites!”.

Es cierto: sombras tiene, y muchas, don Porfirio, y mucho malo se puede decir de su gobierno. Pero en su tiempo México tenía una buena imagen en el mundo, a diferencia de ahora en que -me da pena decirlo- nuestro país es uno de los más desprestigiados del planeta.

La clase política debería preguntarse por qué sucede eso, pues de ella han salido muchos de los males -por no decir que todos- que sufre ahora este pobre país. No sólo reina aquí una pobreza mayor aún que la del porfirismo: reina también la inseguridad derivada de las organizaciones criminales y de su violencia, y priva igualmente la impunidad.

Ninguna de esas lacras se veía en la época porfirista. Lejos estoy de suscribir la frase consabida según la cual todo tiempo pasado fue mejor. Pero la comparación del nuestro con aquél es desoladora, y provoca -al menos a mí- un hondo sentimiento de perturbación.

Miradme: tengo la mirada extraviada, la frente sudorosa, las mejillas encendidas, secos los labios y el gesto demencial. En ese estado no puedo continuar.

Narraré un chascarrillo final y luego me retiraré a mis aposentos.

Había un señor llamado Burcelago Batané. Su esposa combinaba las iniciales del nombre y el apellido de su marido, y le decía con cariño “Be-bé”. Cuando llegó la fecha del cumpleaños del señor su amorosa consorte quiso hacerle un regalo original, algo inusitado, extravagante; un obsequio que él recordara para siempre. Para tal fin la señora fue a un salón de tatuajes y le pidió al encargado que le tatuara dos letras B, una en cada posadera. ¿Podía haber regalo más íntimo y excepcional para Be-bé?

La noche del cumpleaños salieron a cenar, se tomaron algunas copas y luego fueron a bailar. Ya tarde regresaron a su casa. Ella se puso un vaporoso negligé, y cuando su marido entró en la alcoba dejó caer las prendas que cubrían su doble hemisferio y agachándose en forma conveniente expuso ante la vista del sujeto el magnificente nalgatorio con las dos letras B tatuadas, una en cada pompa.

Le dijo muy orgullosa: “¡Mira, Be-Bé!”. Contempló aquella visión el individuo y preguntó después entre desconcertado y suspicaz: “¿Quién es Bob?”. (Tampoco le entendí)... FIN.




Mirador
Armando Fuentes Aguirre


El rey Han pidió a Pieter der Koonig, pintor de la corte, que le hiciera su retrato. Cuando lo vio se irritó sobremanera: el artista lo había pintado como un monstruo de fealdad, con el rostro lleno de bubas y pústulas horribles. El rey ciertamente no era así. Cruel y ambicioso sí, feroz en la guerra y crapuloso en la paz, pero no deforme ni llagado.

-Yo pinto lo que veo -manifestó Der Koonig cuando el monarca le pidió una explicación.

El artista fue desterrado de la corte y el retrato quedó arrumbado en un desván.

Pasaron los años. El rey Han vivió, sufrió y tuvo trato con hombres y libros buenos. Su carácter se fue dulcificando: se volvió bondadoso y magnánimo, daba de lo suyo a los pobres, con lo que hacía más suyo lo que dio. Y vino a suceder que alguien, hurgando en el desván, dio con el cuadro. En él aparecía el rey, pero su rostro estaba ahora limpio de llagas. Semejaba el de un doncel o ángel. Y decía la gente:

-El primer retrato fue hecho con pinceles de la tierra; el segundo con pinceles del cielo.

¡Hasta mañana!...




Por AFA

“... Muestran el túnel por el que escapó el Chapo...”.

En el país hoy en día

las cosas andan tan mal,

que le darán al final

el Premio de Ingeniería.

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