Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-05-12 | 10:03:37
“Niños pobres... Niños ricos...”. Así empezó mi
amigo su relato. Y continuó: “Siempre habrá
niños de las dos especies. Ni los niños ricos hicieron
nada para nacer ricos ni los pobres tuvieron
alguna culpa que los hiciera nacer pobres.
Mientras el mundo sea mundo habrá esas
diferencias. No lo digo yo, lo dijo Jesucristo:
‘Siempre habrá pobres entre vosotros’. En eso,
creo, radica verdaderamente la diferencia entre
los hombres y los demás seres de la creación.
No en la inteligencia, ni en la palabra o la
risa, ni en el alma o espíritu, ni en ninguna de
las demás jactancias de los humanos, sino en
el dinero. He oído decir que entre los animales
hay también clases sociales, pero derivan de la
naturaleza, no de esa invención, el dinero, que
tantas separaciones establece entre los hombres.
Yo, por ejemplo, fui niño rico. En eso no tengo
mérito, pero tampoco responsabilidad. Nací en
el seno -así se dice- de una familia acomodada.
Por lo tanto mi niñez fue cómoda. Mi amigo el
Chan, en cambio, nació pobre. No digo ‘nació
en el seno de una familia pobre’ porque no sé si
las familias pobres tengan seno.
Era el hijo del lavacoches del fraccionamiento.
Le decíamos el Chan por no decirle el Chanclas.
Usaba unos zapatos viejos, quizá heredados de
su padre, que le quedaban demasiado grandes y
que por eso hacían un ruido extraño al caminar:
‘Chan, chan’. El Chanclas.
Éramos amigos. Muy amigos. Él era mucho
más alto y fuerte que yo, que era niño bajito de
estatura y debilucho. Y sin embargo cuando
en nuestros juegos revivíamos las aventuras
de Tarzan yo la hacía de Rey de la Selva y él de
Chita, el chimpancé. Eso era porque yo era rico
y él pobre.
Al Chanclas no le molestaba ser ‘el chango’.
Más aún: se esmeraba en hacer bien su papel.
Saltaba con movimientos simiescos; se daba
golpes en el pecho; aplaudía torpemente y gritaba
con voz chillona y recia.
Por mi parte trataba de imitar el grito de Tarzan
en la jungla, pero no me salía bien, pues mi
voz era tan débil como yo. Pero eso no importaba:
por derecho divino yo era Tarzan, y por designio
de la divinidad el Chanclas era Chita.
Así son las cosas, y nadie puede hacer nada
para modificarlas. ‘Siempre habrá pobres entre
vosotros’. Así de humanos somos los humanos.
En fin. Pasó el tiempo, y el Chan y yo crecimos.
Dejamos de vernos, claro, y ya no fuimos amigos,
claro.
Yo fui a la universidad, y al terminar la carrera
me hice cargo del negocio de mi padre. Me casé
con una chica que nació también en el seno de
una familia acomodada, como la mía. Tuvimos
hijos que nacieron igualmente en el seno de una
familia acomodada.
Ni mi mujer ni mis hijos ni yo tuvimos culpa
alguna de esa comodidad. Designio divino, ya
lo dije. Un día fuimos al cine, y al término de la
función nos salió al paso un individuo sucio, desgarrado,
astroso, evidentemente ebrio o drogado.
Se puso frente a nosotros y empezó a hacer
movimientos de simio: saltaba, se golpeaba
el pecho, daba palmadas y chillidos. ‘¿Ya me
reconociste? -me preguntó-. Soy el Chanclas.
Te vi entrar en el cine y te esperé’. Mi esposa y
los niños estaban asustados. ‘Dale algo y que se
vaya’ -me dijo ella sin molestarse en bajar la voz.
Saqué la cartera y le entregué un billete. Él lo
tomó -me lo arrebató casi- y renovó sus saltos y
sus gritos, como si con eso quisiera corresponder
a la limosna. ‘¿Te acuerdas, eh? ¿Te acuerdas?’,
me preguntaba una y otra vez mientras nos seguía
por el estacionamiento saltando y agitando los
brazos.
Me acordaba, sí. No sé por qué sentí vergüenza
de que viera mi coche. Él sonreía con sonrisa
estúpida, de borracho. Cuando eché a andar
el automóvil se despidió agitando la mano alegremente,
y eso me avergonzó aún más. No dije
nada. Mi mujer me preguntó poco después: ‘¿Por
qué vas tan callado?’.
Le contesté lo primero que se me ocurrió:
‘Voy recordando la película’. La verdad es que iba
recordando la vida. Ahora pienso que a veces no
tiene caso recordarla.
Por lo menos en algunas de sus partes. Pero
eso es imposible. Siempre te saldrá al paso una
sombra que te preguntará: ‘¿Te acuerdas, eh?
¿Te acuerdas?’”... FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
El color rojo estaba muy orgulloso de
ser el color rojo. Cuando a los hombres se
les preguntaba: “¿Cuál es tu color favorito?”,
9 de cada 10 respondían: “Es el rojo”.
Así pues el color rojo, soberbio, hizo
la guerra a los demás colores y acabó con
ellos. Ya no hubo otros colores más que
el rojo. El cielo era rojo, y roja la hierba
de los campos. El agua de los ríos y del
mar se volvió roja. La tez misma de los
hombres se pintó de rojo. Algunas cosas,
naturalmente, no cambiaron de color. La
sangre, por ejemplo, o el Mar Rojo. Pero
casi todo enrojeció.
Aquello, la verdad, fue muy monótono.
La mujer amada te miraba con ojos
colorados, como de conejo, y eso no tenía
nada de poético. La hermosísima canción
llamada “Ojos cafés” perdió su original
belleza. “Me miré en el fondo de tus ojos
rojos...”. Ya no sonaba igual.
El color rojo se dio cuenta del grave
error que había cometido. Pretender
que todos sean como tú constituye una
equivocación tremenda. No sólo debemos
admitir o tolerar las diferencias: debemos
reconocer que sin ellas el mundo sería feo
y aburrido. El rojo, pues, dio marcha atrás,
y otra vez hubo cosas azules, y verdes, y
amarillas.
Y colorín colorado -y azul, y verde, y
amarillo- este cuento está acabado.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Muchos políticos viven en residencias
palaciegas...”.
Algunos, más listos que otros,
las esconden bien o mal,
pero todas por igual
se las pagamos nosotros.

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