Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-05-05 | 09:11:47
“Mamá llamó a la muerte”, comentó una
de las hijas. Preguntó el hijo mayor: “¿O
la llamamos nosotros?”. Yo digo que nadie
necesita llamar a la muerte. Viene sola.
Nos acompaña desde el día de nuestro
nacimiento, y nos sigue siempre como
una especie de ángel de la guarda vestido
de negro. Yo varias veces he podido ver
su sombra.
Aquel día en que trepé de niño por la escalera
de caracol que lleva al campanario
de la catedral, y miré un cubo de luz. Pensé
que había llegado arriba; me asomé por
él, y era una claraboya que daba al vacío.
Estuve a punto de caer desde 30 metros de
alto. Habría muerto a los 10 años de edad.
La otra vez fue cuando se me disparó
un rifle de calibre .22 al golpear la culata
con el suelo. Sentí junto a mi cabeza el roce
de la bala. Habría muerto a los 13 años.
Ahora veo esa sombra con mayor frecuencia,
pero me parece amiga, y hasta
siento el impulso de hacerle un guiño,
saludarla con la mano o preguntarle:
“¿Cuándo vienes?”. Pero aquí no se trata
de mí, sino de aquella señora que llamó
a la muerte.
Era viuda, vivía sola en la casa donde
falleció su esposo. “Aquí me dejó él y aquí
voy a seguir”, dijo con firmeza a las hijas
y los hijos cuando le propusieron que vendiera
la casa y se fuera a vivir por turno un
tiempo con cada uno de ellos.
Esperaba que la visitaran de tiempo en
tiempo -todos vivían fuera-, pero eso no
sucedió. “El trabajo, mamá, tú sabes”. O:
“Los hijos, mamá, tú sabes”. La llamaban
por teléfono el Día de la Madre, o en Navidad
-de su cumpleaños no se acordaban,
o quizá ni siquiera sabían cuándo era-, y
pare usted de contar.
¿Cuándo fue la última vez que los vio
a todos juntos? Cuando el entierro de
su marido. Y de eso hacía ya cinco años.
Quizá la siguiente vez que se reunirían
sería cuando muriera su madre, y, claro,
ella no los vería ya.
Fue entonces cuando se le ocurrió la
idea. Escribió en un papel los nombres de
sus hijos: Adolfo, María Luisa, Hortensia,
Ernesto, Francisco Javier.
Era el tiempo en que los mensajes
urgentes se enviaban por telégrafo, y a
cada uno de ellos le puso un telegrama
firmado por el hermano que le seguía en
edad. El del mayor lo firmaba el hermano
menor. Todos los telegramas tenían el
mismo texto: “Mamá muy grave (punto).
Ven inmediatamente (punto)”.
Luego, alegre por la amorosa travesura
que se le había ocurrido, se puso a esperarlos.
Llegaron todos el siguiente día.
Pensó que aquella sería una ocasión feliz.
Se equivocó también. Cuando los hijos la
vieron buena y sana se enojaron.
¿Por qué los había engañado así? Todos
tenían compromisos importantes que
dejaron para venir. Habían hecho el gasto
inútilmente. ¿Sabía ella lo que costaba el
boleto del avión? ¿Y sus trabajos? ¿Y los
niños? ¿Y sus maridos o mujeres?
La cena, que ella había imaginado
una reunión feliz llena de recuerdos
bonitos y de risas, fue un ceñudo regaño
sin palabras. Sintió que algo se le rompía
por dentro, pero no dijo nada. Murió esa
misma noche.
Tendrán que perdonarme lo melodramático
del sucedido, pero la vida suele ser
a veces muy melodramática. Y la muerte
más. Fue entonces cuando la hija, con tono
de recriminación, dijo aquello de: “Mamá
llamó a la muerte”.
Fue entonces cuando el hijo mayor
preguntó, inquieto: “¿O la llamamos nosotros?”.
Por mi parte no sé. Lo más probable
es que nadie la haya llamado. Vino solita.
Supo que la fruta estaba ya en sazón y la
cortó. De eso nadie tiene la culpa.
Decimos siempre: “Así es la vida”. Deberíamos
también decir: “Así es la muerte”.
El caso es que a los hijos los sigue ahora,
a más del tenaz ángel vestido de negro,
otro ángel sombrío: el del remordimiento.
No lo digo a modo de advertencia, para
que los hijos visiten a sus mamás. ¿Quién
soy yo para andar por ahí dando consejos?
Además eso rebajaría este relato al nivel
que dijo Borges, de lágrima o reproche
(disculpen ustedes la comparación).
Lo digo nada más para ilustrar un pensamiento
que se me ocurrió hace días: si la
vida es caprichosa, más caprichosa aún es
su hermana la muerte. Y ni contra la vida
ni contra la muerte podemos hacer nada,
aparte del inocuo ejercicio de escribir sobre
ellas. FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
Variación opus 33 sobre el tema
de Don Juan.
Aquella noche don Juan se estaba
refocilando con una mujer
casada. No sé su nombre. Don Juan
tampoco lo sabía.
En eso estaba cuando llegó el
marido. El sevillano alcanzó apenas
a meterse abajo de la cama.
¡Qué vergüenza! ¡El legendario
amador escondido debajo de una
cama, igual que seductor de criadas!
H
izo eso porque la mujer se lo
pidió. No quería escándalos. ¡Ah,
las astucias femeninas! Le dijo la
adúltera a su esposo: -Me duele
la cabeza. Por vida vuestra id a la
cocina y traedme una tisana.
Cuando el cornudo fue a cumplir
el encargo don Juan pudo salir de
su escondite. Se vistió apresuradamente
y escapó a través de la
ventana.
Cuando llegó a su casa halló
despierta en la cama a su mujer.
Le dijo ella: -Me duele la cabeza.
Por vida vuestra id a la cocina y
traedme una tisana.
MANGANITAS
››por afa
“...La ‘Pelea del siglo’ resultó un
fiasco...”.
Tendré que poner “vestiglo”,
pues otra rima no sé.
En diez años ya miré
veinte “Peleas del siglo”.

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