Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-04-28 | 09:48:30
“Y te vamos a comprar tu vestido en La
Gardenia”. Así le dijo su hija, la mayor. Todos
rompieron a reír, y él más que todos. Porque “La
gardenia” era la tienda que vendía los vestidos
de las quinceañeras, y él cumplía 15 años. No
de edad, claro, sino de no probar una gota de
alcohol.
Recordaba lo que fue su vida antes de dejar
la copa, y se espantaba. Había sido él lo mismo
que fue su padre, igual que fue su abuelo: un borracho.
Aun ahora, cuando hacía tanto tiempo
que sus antepasados estaban muertos, seguían
latiendo en su sangre, y sentía por ellos una
mezcla de odio y compasión.
Con frecuencia los soñaba. Los veía frente a
él, ebrios, llamándolo con la mano y ofreciéndole
una bebida. Él se despertaba, tembloroso,
y ya no podía dormir. La memoria le llenaba
la noche de fantasmas.
Aquella noche que tundió a golpes a su
mejor amigo porque le dijo que se quitara de
la borrachera. Las tantas veces que fue a dar a la
cárcel por pleitos de cantina. El día que asistió
ebrio al examen público de su hijo, y quiso decir
un discurso en el salón de clases, y no pudo
pronunciar palabra, y estuvo a punto de caer.
Los niños se rieron de él; su hijo, avergonzado,
salió corriendo del salón. Fue entonces
cuando se decidió por fin a ir a una junta de
Alcohólicos Anónimos. Mil veces se lo había
pedido su mujer, y él se había negado siempre.
Aquello le parecía inútil: borracho hoy,
borracho siempre.
Recordaba a su padre cuando llegaba cayéndose
a la casa. Los dos hijos mayores se
ponían frente a la mamá para evitar que el
hombre la golpeara; los pequeños se escondían
debajo de la cama para que no los viera y los
abrazara entre lágrimas, babeando, antes de
pegarles también.
Ahora aquel borracho era él. Sus compañeros
de parranda le decían: “No puedes negar tu
sangre”. Pero llegó el día en que supo que eso
no podía seguir. Quería a su mujer y a sus hijos,
y le daba vergüenza que sintieran miedo de él,
igual que él sintió siempre miedo de su padre.
Asistió a una sesión de los AA. Oyó a los
alcohólicos que narraron sus experiencias.
Al hombre que había estado años en prisión
porque al ir manejando ebrio atropelló a una
anciana y la mató.
A la mujer que había perdido para siempre
a su familia, por borracha. Y sin embargo ellos,
y los demás que hablaron, se habían liberado
del alcohol. ¿Por qué no se liberaba él? ¿Acaso
no podía matar aquella maldición que le corría
por las venas?
Siguió yendo a las juntas de AA. Y finalmente
hizo la prueba: dejó de beber un día. Un
día nada más. El siguiente tampoco bebió, y el
otro. Aquello fue difícil, pero se sentía apoyado.
Su esposa y sus hijos iban todos los días a la
iglesia a pedir por él.
En la casa lo llenaban de cariño, y eso lo
fortalecía. A veces lo asaltaba la tentación;
sentía como un cuchillo que le cortaba por
dentro. Pero la resistía. Cumplió un año sin
beber. Le organizaron una fiesta, con pastel
de una velita, como si hubiera cumplido un
año de nacido.
Su familia y sus compañeros de AA lo hicieron
sentir un héroe. A un año siguió otro,
y otro, y otros más. Y ahora iba a cumplir 15
años sin beber. Fue entonces cuando su hija la
mayor le dijo aquello de que le iban a comprar
su vestido en La Gardenia; fue entonces cuando
todos rieron jubilosos, y él más que todos.
En este punto debería terminar la historia.
Pero es aquí cuando el demonio que todo escritor
lleva consigo se me posa en el hombro y
me dicta las siguientes líneas.
Me dice que la víspera de la fiesta el hombre
de mi historia cayó en la tentación de beber una
copa -una nada más- para celebrar el acontecimiento,
y que se embriagó, y recayó, y volvió
a ser un borracho, y otra vez fue la desgracia y
vergüenza de los suyos.
Ese final es muy dramático, lo sé. Le da
fuerza al relato, en la línea de Dostoievski o
de Zola. Pero no sucedió así. La vida es casi
siempre más misericordiosa que los escritores.
A éstos les gusta el color negro; la vida usa,
si no un imposible tono eternamente blanco, sí
al menos un compasivo y rutinario color gris. El
hombre cumplió 15 años sin beber, y no volvió
a probar una gota de licor el resto de sus días.
Alguien dirá que el final de mi cuento es de
color de rosa. Quizá lo sea, pero así fueron las
cosas. Todo sucedió tal como lo he narrado,
incluso aquella broma de que le iban a comprar
su vestido en La Gardenia. FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
Todos los textos que Malbéne
escribe son polémicos, pero el último
que publicó en Lumen, la revista
lovaniense, ha provocado el enojo de
sus colegas, generalmente ecuánimes.
He aquí las palabras que suscitaron
tal irritación:
“...Entre los grandes creadores
de ficciones están los novelistas,
los políticos, los economistas y Hollywood.
Ninguno de esos grupos,
sin embargo, ha inventado fantasías
mayores que las que hemos concebido
los teólogos...”.
No contento con esa declaración
Malbéne añade otra aún más lapidaria:
“...Si Dios leyera nuestros escritos
-jamás los ha leído- no se reconocería
en ellos. Más aún: pienso que si Dios
nos leyera dejaría de creer en Dios...”.
La tesis final de Malbéne es que en
una flor o un insecto hay más teología
que en la Summa de Santo Tomás de
Aquino. También afirma que el amor
contiene todas las teologías. Su pensamiento
ha sido tachado de estar
“peligrosamente cerca de la herejía”.
Dice él: “Quizá yo sea un hereje, pero
soy un hereje enamorado de Dios”.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Campañas políticas sucias...”.
Opinan algunos críticos
que así son esas campañas
-llenas de cochinas mañasporque
así son los políticos.
porque así son los políticos.

Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto

 

 

Reservados todos los derechos 2018

Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto

 

 

Reservados todos los derechos 2018