Por Catón
Columna: De politica y cosas peores
Sagrado trabajo
2014-08-11 | 10:08:12
En la fiesta de bodas gritaban unos:
“¡Arriba la novia!”. Otros gritaban:
“¡Arriba el novio!”. Un borrachín sugirió
con tartajosa voz: “Déjenlos que se
acomoden como ellos quieran”...
La esposa de Usurino Cenaoscuras,
el hombre más avariento del condado,
le informó: “Está aquí un muchacho que
pide una aportación para la alberca del
Club de Jóvenes”. Le dijo el cicatero:
“Dale un poco de agua”...
Babalucas fue a la tienda de mascotas
a comprar un pez dorado. El dueño vio
la ocasión de venderle algo más. Le preguntó:
“¿Quiere un acuario?”. Replicó
Babalucas: “No me importa de qué signo
sea el pez”...
Antes había muchos románticos incurables.
Pero luego llegó la penicilina...
Me he resistido siempre a usar la expresión
“mercado del trabajo”. Pienso
que el trabajo no es una mercadería, sino
una manifestación del ser del hombre,
capaz de transformar el mundo con su
pensamiento y con su acción. Algo de
sagrado, entonces, tiene el trabajo, y no
se le puede considerar meramente una
cosa que se compra y se vende.
Es una extensión de la persona humana,
y merece el mismo respeto y
consideración que ella. Sin embargo la
empecinada economía se impone aun
sobre el trabajo, y lo somete a sus estrictas
reglas. De ahí deriva el hecho de que
el salario esté sujeto a leyes económicas
que no se pueden vulnerar so riesgo de
provocar indeseadas consecuencias.
No es el capricho de un político el que
puede aumentar por decreto ese salario,
cuya fijación está más allá de la voluntad
de cualquiera, por poderoso que sea. Vivió
en Saltillo don Adrián Rodríguez,
quien se hacía llamar “el economista
non” en un tiempo en que en mi ciudad
no había economistas.
Cuando el salario mínimo no llegaba
a los 3 pesos él propuso que fuera de 40
pesos diarios, y lucía en su cinturón una
gran hebilla de metal con ese número.
No prosperó su idea, como tampoco se
concretó jamás su propuesta de que todos
los habitantes de Saltillo tiráramos a
media calle una moneda de 20 centavos.
De esa manera se crearía un banco
público. Quien estuviera urgido de dinero
tomaría los veintes que necesitara,
con la obligación de restituirlos luego.
Pues bien: las ideas de don Adrián son
tan peregrinas como la de fijar a voluntad
el salario mínimo. Quien tal haga,
en su salud lo hallará. Yo no me hago
responsable...
Doña Macalota jamás perdía la ocasión
de hablar mal de don Chinguetas, su
marido. Un día que la madre de la señora
estaba de visita, la tremenda mujer le
pidió a su consorte: “Ve a la tienda de
la esquina y trae los refrescos para la
comida”. Luego, volviéndose a su mamá,
le dijo sin recatarse: “Es tan tonto que
se le olvidarán los refrescos, ya verás”.
Salió don Chinguetas y tardó un buen
rato en regresar. Cuando volvió traía
las manos vacías, pero mostraba en el
rostro una expresión radiante. Le dijo
a su mujer: “No me vas a creer lo que
me sucedió.
Al salir me topé con la vecina de al
lado, esa preciosa rubia cuyo cuerpo
semeja una escultura tallada en alabastro,
mármol o marfil; de enhiestos
senos y caderas firmes; cintura juncal
y níveos hombros; cabellos que semejan
una cascada de oro, y piernas como
ebúrneas torres que anuncian en lo alto
ocultos paraísos como los que el Profeta
prometió a sus fieles. (Nota: Don Chinguetas
conservaba una rica colección de
la revista Vea, publicación sicalíptica de
mediados del pasado siglo, y su lectura
le inspiraba descripciones como ésa).
Me dijo la rubia: ‘Dichosos los ojos,
don Chinguetitas. Hace tiempo tengo el
deseo de charlar con usted, pues me parece
un hombre interesante. Sus canas
le dan un aspecto irresistible; el tono de
su voz suscita en mí ansias inquietantes,
y tiene usted un no sé qué que qué sé yo.
Acépteme por favor una copita en mi
departamento’.
Me dejé llevar por ella -la carne es
débil, y yo no soy verdura-; bebimos un
par de copas, y a poco estábamos ya en
el lecho de la pasión carnal, entregados
a toda suerte de eróticos deliquios.
No diré lo que hicimos -la luz del
entendimiento me hace ser muy comedido-;
diré sólo que dejamos al Kama
Sutra y The Perfumed Garden en calidad
de libros infantiles.
Y aquí estoy, ahíto de placer y poseído
aún por la inefable dicha que deriva del
bien gozado amor”. La esposa de don
Chinguetas se volvió hacia su madre y
le dijo con acento triunfal: “¿Lo ves? ¡Se
le olvidaron los refrescos!”... FIN.

mirador
››Armando Fuentes
Aguirre
San Virila salió de su convento a
buscar el pan para los pobres.
Al ir por el camino vio a un grupo
de hombres y mujeres que gritaban
con desesperación en la orilla del
río.Era que un niño había caído al
agua, y la corriente lo iba a ahogar.
El frailecito se acercó e hizo un
ademán. Un rayo de sol llegó hasta
el niño, lo enlazó y lo llevó sano y
salvo a la ribera.
-¡Milagro! -gritaron todos.
-No -dijo San Virila-. Lo que hice
fue un truco elemental. El verdadero
milagro, del cual ni siquiera nos
damos cuenta, es que a todos nos
lleguen los rayos del Sol.
¡Hasta mañana!...
manganitas
››por afa
“...López Obrador no se opuso a la
reforma energética...”.
Actuó en modo comedido,
muy cortés y muy formal,
pues si se portaba mal
no le daban su partido.

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