Por Catón
Columna: De política y cosas peores
2013-01-07 | 21:33:10
“¿Ha usado usted alguna droga recreativa?”. Esa pregunta le hizo el encuestador a una joven esposa. Respondió ella sin vacilar: “Sí”. El hombre se sorprendió: la muchacha se veía tan de buenas costumbres, tan modosa y formal. Tratando de ocultar su sorpresa inquirió: “¿Qué droga recreativa ha usado?”. Contestó ella: “La píldora anticonceptiva”… El humor es un buen medio para decir verdades. El cuentecito que acabo de narrar contiene una. Las iglesias cristianas, entre ellas la católica, consideran que el propósito fundamental del sexo es la procreación. Desde el punto de vista meramente biológico esa afirmación es irrebatible. Sucede, sin embargo, que en la vida humana hay factores que van más allá de la biología. Me refiero a la expresión de los sentimientos y a la búsqueda del placer como algo más que como el medio de que se vale la naturaleza para incitar a la pareja humana a perpetuar la vida. El goce que deriva de la sexualidad ha sido visto siempre con sospecha y hostilidad por los hombres de religión. Según la teología católica la carne es, junto con el demonio y el mundo, uno de los enemigos del alma. En el decálogo mosaico, patrón de vida judeocristiano, ese apetito –el relacionado con el sexo- es el único que mereció dos mandamientos: el sexto y el noveno, con lo cual acaparó el 20 por ciento de las prohibiciones. Me atrevería a apostar que cuando los creyentes dicen: “… Y no nos dejes caer en la tentación…” la mayoría de ellos piensan en las tentaciones de la carne. (“No me dejes caer en la tentación, Señor –suplicaba una célibe madura-, pero al menos permite que me dé algunos resbaloncitos”). Cuando apareció aquella píldora, la anticonceptiva, la Iglesia Católica se apresuró a condenarla, y es fecha que no levanta su prohibición a pesar de que la realidad demuestra que un elevado número de mujeres católicas usan ese y otros recursos anticonceptivos vedados por su iglesia. La píldora fue un elemento liberador que permitió a la mujer dar y recibir amor, y disfrutar plenamente de su sexualidad, sin la preocupación de un embarazo no deseado. No hizo de ella un ser promiscuo, ni dio origen a las orgías o bacanales que muchos eclesiásticos pronosticaron. Y es que el sexo, que naturalmente sirve para perpetuar la vida, culturalmente sirve para enriquecerla, ya sea mediante la manifestación del sentimiento amoroso –en cuya plenitud van juntos la carne y el espíritu-, ya como mera fuente de disfrute erótico, en lo cual no hay nada de culpable si ese placer se obtiene sin daño para nadie y con el consentimiento libre y capaz de los participantes. La religión ha hecho que en ese campo –el de la relación sexual- el placer vaya unido a la culpa. Esta columnejilla, en su modesta proporción, pretende también ser liberadora. Se vale entonces del humor para quitarle al sexo, creación divina, todas las telarañas y tabúes de que lo han rodeado quienes ven en la mujer ocasión de pecado para el hombre, y en la sexualidad algo morboso e innombrable. Por estos días los jerarcas católicos de Estados Unidos muestran su radical oposición a las uniones legales entre personas del mismo sexo. Consideran sus relaciones “contra natura”, aunque las más de las veces el homosexualismo tiene su origen en la genética. Hay quienes, en cambio, piensan que lo que en verdad es contra natura es el celibato religioso. Dios hace homosexuales, pero no hace célibes por naturaleza. Si me preguntan mi opinión –nadie jamás me la pregunta- diré que a mi juicio lo que en última instancia debe privar es la libertad. Si alguien quiere ser célibe por motivo de religión, que lo sea. Si alguien quiere ejercer su sexualidad por amor o por placer, más allá del fin de perpetuar la especie (amor recreativo, no procreativo), que goce también esa libertad sin que nadie haga caer sobre él –o sobre ella- penitencias, condenaciones o anatemas. La señorita Peripalda, catequista, fue asaltada carnalmente  por un rijoso jovenzuelo, y de inmediato acudió a confesarse. El sacerdote la absolvió de culpa, pues –le dijo- el evento había ocurrido sin su voluntad. “¡Ah, qué bueno! –se alegró la piadosa beata-. ¡Tuve mi gustito, y sin ofender al Señor!”. Pienso que quienes disfrutan su sexualidad más allá del mero fin procreativo, con conciencia, libertad, y sin dañar a otro, tienen también su gustito, e igualmente sin ofender al Señor… FIN.

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