Por Catón
Columna: De política y cosas peores
El burro de Pancho
2013-01-05 | 21:21:24
Don Algón llamó a su gerente y le dijo con severidad: “Usted ha estado saliendo con mi secretaria, la señorita Rosibel”. El sujeto, apenado, inclinó la cabeza. “En efecto, señor -confesó avergonzado-. No puedo negar que he estado con ella un par de veces”. “Puede retirarse” -le ordena don Algón, imperativo.
En seguida llamó al contador de la empresa, y le dijo lo mismo: “Usted ha estado saliendo con mi secretaria, la señorita Rosibel”. El contador se turbó todo, y luego confesó paladinamente la verdad: había pasado con ella por lo menos tres fines de semana. “Retírese” –le indicó don Algón.
A continuación el ejecutivo llamó al office boy. En el mismo tono acusatorio que usó con los otros le dijo al muchacho: “Has estado saliendo con mi secretaria, la señorita Rosibel”. “¡No, jefe! -protestó asustado el jovenzuelo-. ¡Le juro por mi madre -y por mi padre también, aunque no lo conocí- que jamás me ha pasado por la mente la idea de invitar a su secretaria, y menos de tener con ella alguna relación ilícita o pecaminosa!”. “Muy bien -suspiró con alivio don Algón-. Entonces a ti te toca darle la noticia de que está despedida”...
Jock Mc. Cock, minero norteamericano, buscador de oro en la Sierra Madre mexicana, le compró su burro a Pancho, un campesino del ejido la Hedionda de Abajo. El jumento, sin embargo, se negó a dar paso cuando sintió el grave peso de su nuevo dueño.
“Caprón burro no querer andar” –le dijo el yanqui a Pancho en su español mejor. “¡Anselma! -le gritó el ranchero a su mujer-. ¡Tráeme uno de esos chiles de árbol que estás asando en el comal!”. La mujer llegó con el ejemplar solicitado, y el campesino se lo puso en la parte posterior al infeliz pollino.
Cuando sintió en su fuero interno los tremendos efectos de aquel ardiente vegetal, el burro echó a correr como si lo siguiera una legión de asnales espíritus malignos. El gringo, que había caído a tierra, exclamó consternado: “¡Gosh! ¿Y ahora cómo podré alcanzar al burro caprón?”. Pancho volvió a gritar: “¡Anselma! ¡Tráeme otro chile de árbol!”...
Afrodisio, galán concupiscente, obtuvo de Susiflor la gala preciadísima de su impoluta doncellez. Ella se había resistido en un principio, pero el untuoso galán la convenció, y finalmente la muchacha rindió la fortaleza de su antes incólume decoro, el otrora victorioso castro de su integérrimo pudor.
Al terminar el reprobable trance exclamó Susiflor muy acuitada, poseída por la vergüenza y contrición: “¡Afrodisio! ¡Esto que acabamos de hacer no tiene nombre!”. “El nombre es lo de menos, linda -replicó el cínico tenorio disponiéndose a retirarse-. Lo peor es que tampoco tendrá apellido”...
Murió Henry Ford, y llegó al Cielo. Le preguntó San Pedro, el portero celestial. “¿No eres tú el creador del automóvil que lleva tu nombre?”. “En efecto -responde Ford con orgullo-. Yo soy ese creador”. “Pasa -dice el portero celestial-. Puedes entrar al Cielo. Te llevaré al lugar reservado a los inventores”.
Así diciendo, el apóstol de las llaves guió a Ford por las diversas salas del paraíso hasta llegar al sitio donde estaban los creadores de los grandes inventos. “Aquél –le dijo San Pedro al recién llegado-, es Franklin, que inventó el pararrayos. Aquel otro es Marconi, el del telégrafo. Allá está Edison, que inventó el fonógrafo. El que está a su lado es Graham Bell, el del teléfono”.
“¿Y aquél que se ve allá?”. “¡Shhh! –le impuso silencio San Pedro-. Baja la voz. Es el Señor”. “¿El Señor? –se asombró el norteamericano-. ¿Y por qué está en la sala de los inventores?”. “Está aquí por su invento mejor: la mujer”. “¿La mujer? –repitió con asombro Henry Forde-.
Llévame a la presencia del Creador. Me gustaría hablar con él acerca de su invento”. San Pedro llevó a Ford ante el Señor. Después de las presentaciones de rigor le dijo el norteamericano al Hacedor: “Yo di forma al automóvil moderno, y me dicen que tú inventaste a la mujer. Me gustaría hacerle algunas críticas a tu invento, porque creo que no es tan bueno como el mío”.
“¿Cuáles son esas críticas?” –se amoscó el Señor. “En primer lugar -opinó Ford- mi invento viene en varios modelos que cambian cada año. El tuyo siempre viene igual. Luego, mi invento se fabrica ahora en todos los colores; el tuyo sigue saliendo en unos cuantos.
Para mi invento hay todo tipo de refacciones; para el tuyo no”. “Mira, Henry –le dijo con enojo el Señor a Henry Ford-. Puedes hacerme todas las críticas que quieras. Pero una cosa sí te digo: más gente se ha subido a mi invento que al tuyo”... FIN.


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