Por Catón
Columna: De política y cosas peores
De política y cosas peores
2017-02-27 | 12:21:16
Don Porfirio

La esposa de don Languidio Pitocáido visitó la oficina de su marido y vio en la pared la gráfica de los negocios, cuya línea mostraba una marcada tendencia descendente. “¡Mira! -le dijo-. ¡Esa misma gráfica podrías ponértela en la entrepierna!”...
Astatrasio Garrajarra, borracho profesional, caminaba haciendo eses por una céntrica avenida. En lo alto de un edificio de 10 pisos vio a un niño pequeñito de pie sobre la cornisa. El temulento se asustó al ver a la criatura en riesgo de caer, y más se espantó cuando vio que se lanzaba al vacío.
¡Horror! Seguramente el inocente iba a morir hecho papilla. Cerró los ojos para no mirar aquello, pero al abrirlos de nuevo se dio cuenta, estupefacto, de que la criatura estaba indemne, como si en vez de haber caído desde aquella considerable altura hubiese dado un ligero tropezón.
Asombrado le preguntó al pequeño: “¿Cómo pudiste caer desde tan alto sin causarte daño?”. Respondió con naturalidad el chamaquito: “En realidad no hice nada extraordinario. Hay en esta calle una poderosa corriente de aire que fluye de abajo hacia arriba. Eso hace que cualquier cuerpo, por pesado que sea, caiga como si llevara paracaídas, y llegue abajo sin dañarse. ¿Por qué no haces la prueba?”.
El beodo subió al último piso del edificio y desde ahí se tiró de clavado. El batacazo que se dio no es para describirse: quedó tendido en el suelo, rotos 204 de los 206 huesos que forman el esqueleto humano y echando sangre por los nueve orificios naturales de su cuerpo.
El niñito se acercó al lacerado, que gemía dolorido: “¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita!”. Se inclinó sobre él y le dijo: “¿Verdad, amigo, que para ser angelito soy un hijo de la chingada?”...
Si fuera yo Presidente de México y alguien me comparara con Porfirio Díaz, en vez de encaboronarme me sentiría halagado. La propaganda oficialista de “los regímenes revolucionarios” y la mentirosa historiografía burocrática hicieron de don Porfirio uno de los villanos condenados al basurero de la historia.
Aún en nuestros días su nombre se acompaña casi siempre con el calificativo de dictador. Lo que no se dice es que don Porfirio, héroe de la lucha contra los franceses, sacó al país de la anarquía y lo puso en el camino de la modernidad.
México, considerado hasta entonces un país de salvajes, entró bajo su gobierno en eso que se llama el concierto de las naciones civilizadas, y vivió una larga época de paz, progreso y esplendor.
Cometió errores don Porfirio, es cierto, pero fueron los propios de su tiempo, más atribuibles a los usos de la época que a los defectos o fallas del personaje.
La verdad es que Díaz se malquistó con los norteamericanos por su afán de preservar la soberanía de México y mantenerlo libre del dominio de los yanquis. Eso le costó el poder.
No lo dejó por obra de la revolución: ésta apenas alcanzó a tomar Ciudad Juárez -entonces un villorrio- antes de que por patriotismo renunciara don Porfirio. Supo él que si no dejaba la Presidencia los Estados Unidos provocarían un baño de sangre en la nación.
Realmente es un honor ser comparado con don Porfirio en eso de mirar por la integridad de México y por su dignidad. Lección es ésa muy valiosa en los malos tiempos que estamos viviendo.
Aquel señor le regaló a su esposa un iPhone. Ella se mostró encantada con el obsequio, pues todas sus amigas tenían el artilugio, y ella no. A la mañana siguiente el marido llamó por teléfono a su mujer, que ese día estrenaba el aparato.
Le dijo la señora, irritada: “Ahora sé que me regalaste el iPhone. Quieres controlarme; seguir mis pasos”. “¿Por qué piensas eso?” -se azaró el esposo. “Porque así es -respondió ella-. ¿Entonces cómo supiste que estoy aquí en el motel?”. FIN.
 Entradas anteriores









| Cualquiera de los dos de política y cosas peores por catón Dulciflor, doncella núbil, estaba en vías de tomar estado. Quiero decir que se iba a casar. Importante institución es el matrimonio. Constituye el cimiento de la sociedad. Eso explica por qué actualmente la sociedad se mira tembleque y agrietada, como casa ruinosa con los cimientos quebrantados. Dice un antiguo dicho que el hombre se casa cuando quiere, y la mujer cuando puede. La historia de Dulciflor confirma ese apotegma. Inútilmente había buscado un hombre que aceptara el compromiso del casorio. Desesperaba ya de hallarlo cuando un buen día le salió un galán dispuesto a dejarse conducir al ara, si no del sacrificio sí del esponsalicio. Dulciflor, con la listeza propia de su sexo, le echó el lazo en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco. La verdad es que el hombre no seduce, es seducido; no conquista, es conquistado. El matrimonio es un combate en el cual las batallas se libran después de que uno de los combatientes ya ganó la guerra. El hombre se resigna al matrimonio con tal de tener sexo, en tanto que la mujer se resigna al sexo con tal de tener matrimonio. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Dulciflor, que contaba ya 25 años de edad, era virgen. Ni se lo alabo ni se lo reprocho: me limito a consignar el dato. Sabía, sin embargo, las cosas de la vida, tanto por sus lecturas como por sus conversaciones con amigas solteras y casadas -sobre todo solteras- de mayor experiencia que la suya. Además iba con frecuencia al cine, y las películas, que antes eran proyectadas en una sábana, suceden ahora casi todas entre sábanas. Por eso ya estaba preparada para la ocasión. Aun así le pidió consejo a su abuelita, señora que por haberse casado cuatro veces y enviudado otras tantas sabía mucho acerca de la condición matrimonial. Le dijo: “Abue: no sé qué ropa ponerme en mi noche de bodas. Tengo en mi trousseau un negligé tenue, vaporoso, que no deja nada a la imaginación; un brassiére mínimo que descubre en el realzado busto la insinuación de las areolas; un brevísimo pantie audazmente crotchless, de encaje transparente que no alcanza a velar la incitante sombra del llamado mons veneris; un liguero francés de seda negra, ymedias de igual color con raya, como aquéllas que se quitó Sophia Loren ante Marcello Mastroianni en la inmortal escena de striptease de la película “Ayer, hoy y mañana”. Pero tengo también un ajuar totalmente contrario a ése. Lo conforman una vieja bata de popelina beige que por arriba me tapa hasta las orejas y por abajo me cubre hasta las uñas de los pies; un anticuado corpiño de color salmón; unos calzones bombachos de los tiempos de Maricastaña capaces de abatirle el ánimo al más enhiesto amante, y unas medias de popotillo café de ésas a las que se les hace un nudo arriba para que no se bajen. Estoy en un dilema, abuela. No sé si ponerme aquella ropa sensual, provocativa, como diciéndole a mi novio: “Aquí me tienes, toda para ti. Que no quede comarca de mi cuerpo que no visites con tus manos, tus labios o tu lengua”, o vestir aquel atuendo púdico para decirle: “Soy casta. Soy honesta. Me son ajenas las cosas del amor”. ¿Cuál de los dos atavíos crees que debo ponerme en mi noche nupcial?”. “Mira, hija -le contestó al punto la abuela-. Ponte lo que te dé la gana. Al cabo de cualquier manera vas a marchar”. En la elección presidencial del próximo año el PAN postulará a Margarita Zavala o a Ricardo Anaya. El PRD, posiblemente, a Miguel Mancera. Y Morena, claro, a López Obrador. ¿A quién postulará el PRI? ¿A Videgaray? ¿A Osorio Chong? ¿A Nuño? ¿A Narro Robles? ¿A algún tapado? Que el PRI postule al que le dé la gana. Al cabo de cualquier modo va a marchar. FIN. mirador armando fuentes aguirre John Dee era respetado por su sabiduría, tanto que el rey le permitió negarse a participar en el debate a que convocó para dilucidar si el purgatorio era líquido, sólido o gaseoso. Cuando el filósofo iba por la calle los hombres se descubrían y las mujeres le hacían una profunda reverencia. Sin embargo apartaba la mano si un niño se la quería besar. Le decía: “Jamás beses otra mano que la de tu madre, que te dio la vida, o la de tu padre, que trabaja para darte el pan”. Aun así, objeto de la admiración de todos, John Dee tenía la sencillez de un campesino. Solía declarar: “Hay muchos que saben más que yo, y muy pocos que saben menos que yo”. Reconocía el saber de su esposa, pese a que era mujer de humilde condición, hija de un molinero y una lavandera. De ella decía: “Yo sé de los libros; ella sabe de la vida”. Quizá por eso John Dee era respetado. Tenía la suprema virtud de la humildad, que salva del supremo pecado, la soberbia. ¡Hasta mañana!... manganitas por afa “...Cachivache...”. Esa voz con doble hache tiene un sentido certero: es un pequeño agujero a punto de hacerse bache.

 Lo Más Visto
 Lo Último

Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto

 

 

Reservados todos los derechos 2018

Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto

 

 

Reservados todos los derechos 2018