Por Catón
Columna: De política y cosas peores
‘Hazme el milagrito’
2016-11-03 | 09:27:55
“¿Se siente usted capaz de hacer feliz a
mi hija?”. Eso le preguntó don Poseidón,
labriego acomodado, al mozalbete que le
pedía la mano de la joven. “¡Uh, señor!
-respondió con orgullo el boquirrubio-.
¡Si la viera usté! ¡Hasta grita!”...
Capronio, hombre ruin y desconsiderado,
acudió a la consulta del doctor
Ken Hosanna y le expuso su problema:
“Cada vez que una mujer me pide que le
haga el amor empiezo a sudar frío y se me
erizan los cabellos en la nuca”. “Extraño
síndrome ése -ponderó el facultativo-.
¿A qué lo atribuye usted?”. Contestó
el tal Capronio: “A que esa mujer es mi
esposa”...
San Ivo es el santo patrono de los
abogados. Él mismo tuvo esa profesión,
con título de las universidades de Orléans
y París. Su acrisolada honestidad
dio origen a la traviesa frase medieval:
“Advocatus et non latro, res miranda
populo”. “Es abogado y no es ladrón, cosa
que asombra al pueblo”.
A San Ivo se encomiendan quienes
están sujetos a proceso, pero el buen
santo ayuda solamente a aquéllos que
tienen de su parte a la justicia. Protege
también el celestial patrón contra los
peligros derivados de la política civil.
En estos días le encendí una veladora
para pedirle que en la elección de presidente
de los Estados Unidos no gane
ese mal hombre, ese hombre malo que
se llama Trump.
Mi oración no es pro domo mea, es
decir en mi propio interés. Ciertamente
prometí no pisar territorio norteamericano
mientras ese sujeto sea candidato,
y no volver a cruzar la frontera si los votantes
lo llevan a la Casa Blanca.
Pero más que preocuparme por mi
relación personal con el país vecino, cuya
importancia no dejo de reconocer, me
inquieta el peligro que para México y
el mundo -y también para los Estados
Unidos- representa Trump por su incultura,
su falta de sensibilidad política,
su racismo, su xenofobia, su carencia de
humanidad, su arrogancia, su prepotencia
y su pelambre anaranjada.
Concédeme, San Ivo, que Hillary
Clinton gane la elección. Si me haces
el milagro te prometo que la próxima
cerveza que beba en la Isla del Padre me la
tomaré a tu salud. A’i te encargo, colega.
Una feligresa le regaló al padre Arsilio
el bendito escapulario de Santa Veneranda.
Es bien sabido que a quien lo porta no
se le puede acercar el demonio a menos
de 50 metros de distancia, de modo que
las tentaciones se las tiene que poner
por e-mail.
Ciriolo, el sacristán del templo, había
anhelado siempre llevar ese escapulario,
pues todas las noches lo acometía el deseo
de la carne, y como no tenía mujer debía
recurrir a la solitaria práctica que la Iglesia
describe como “Voluntaria seminis
effussio absque concubitus”, efusión
voluntaria del semen sin haber cópula.
Le pidió entonces al padre Arsilio que
le obsequiara aquel santo escapulario.
El buen sacerdote se disculpó: no podía
regalar lo que a él le habían regalado.
Ciriolo insistió en su petición. Una y otra
vez la reiteraba; hacía caso omiso de la
constante negativa del párroco.
Lo traía acosado: le enviaba mensajes;
le llamaba por teléfono a su casa; cuando
el cura oficiaba misa le hacía señas alusivas.
Fue tanto el tesón del rapavelas que
por fin el padre Arsilio se dio por vencido
y le entregó el escapulario.
Días después la señorita Peripalda,
piadosa catequista, fue a confesarse con
el sacerdote. Le dijo: “Acúsome, padre,
de que un hombre me está pidiendo que
le haga ofrenda de mi virginidad.
Por medio de la oración y las mortificaciones
he podido hasta ahora resistir
sus lúbricas instancias”. Preguntó el
confesor: “¿Quién es el hombre que te
solicita?”. Respondió la señorita Peripalda:
“Es Ciriolo, el sacristán”.
“Hija mía -suspiró con tristeza el
Padre Arsilio-, olvídate de rezos y mortificaciones.
Ya puedes darte por cogida”.

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